“En la vida de hoy, el mundo solo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados”. Aunque esta afirmación describa la actualidad de forma acertada y concreta, fue hecha hace casi 100 años por el célebre autor portugués Fernando Pessoa. Por supuesto, las circunstancias han cambiado lo suficiente como para no atreverse a concluir que se viven las mismas épocas. Sin embargo, en el fondo lo que reconoce la vigencia de la cita es la impecable capacidad del ser humano para cometer los mismos errores. Hilando delgado, es probable que Pessoa, al referirse a estas tres categorías de personas: el estúpido, el insensible y el agitado, estuviese considerando tres encarnaciones en las que se manifiesta la credulidad.
En efecto, la credulidad es una enfermedad de la reflexión. Un padecimiento que puede, incluso, conducirnos a negar la existencia misma de la realidad. Basta asomarse un rato por las redes sociales para darse cuenta de la cantidad de teorías de conspiración que dependen, en mucho, de la incapacidad colectiva e individual de confrontar la información recibida. Sin oponer algún tipo de resistencia, se aceptan como ciertas conjeturas risibles y afirmaciones sin sustento alguno o probable. Si bien las sociedades humanas tienen sobrada experiencia en disparates, es solo a partir del uso de la razón (en toda su extensión) que en algunas oportunidades se ha evitado el ascenso de los delirantes. Tierras planas, pirámides construidas por extraterrestres y ordenes mundiales secretos, son tan solo algunos ejemplos coloridos de esta interrupción de la cordura.
Imagen: Donald Trump/Nelly Manella
Desafortunadamente, no se trata de una situación exclusiva de teorías descabelladas y de sujetos afectados por alucinaciones, muchos políticos populistas de distintos orígenes han sabido apoderarse de este tipo de sinrazón y hábilmente la han convertido en su estrategia: un granuja como Trump basa su éxito en repetir y repetir absurdos, delirios y mentiras. Por definición, todos estos proyectos políticos, basados en promesas irrealizables, dependen sin excepción en la credulidad de millones de distraídos. De antemano, se conoce el desinterés de las personas por forjarse una verdad propia en circunstancias de polarización política; un fenómeno cada vez más popular conocido como sesgo de confirmación. La yugular predilecta del populismo.
Así lo anota el científico Hugo Mercier en su libro No nací ayer”, en el cual aborda el tema de la credulidad como una problemática mundial cada vez más compleja y peligrosa. Por fortuna, Mercier recoge un par de alternativas prácticas para hacerle frente a este fenómeno y su forma política más dañina: el radical. Por lo pronto, me quisiera detener en tres de ellas.
La razón depende de la ponderación de un número plural de argumentos.
Muchos confunden la razón con la capacidad de tener una opinión. A pesar de que se trata de dos ejercicios, en principio, concomitantes, no se puede hablar de un proceso racional cuando solo se contempla un argumento único y excluyente de otros. En esa medida, aunque el crédulo siempre pueda hallar justificaciones de sus apreciaciones -en apariencia razonables-, si las mismas no han sido confrontadas con varios otros argumentos que observen, critiquen y evalúen la opinión original, no se está frente a un proceso “razonable”. La ponderación de distintos argumentos es imprescindible si el objetivo es construir una razón propia; en caso contrario, se estaría confundiendo apenas el inicio de un proceso racional con su resultado. Es común en los crédulos aceptar un único argumento o un grupo de argumentos afines para arribar a sus conclusiones. Y así es que funciona la radicalización. Razonar es confrontar. En ese sentido, aquel que se queda con una única aproximación a cualquier realidad es presa fácil de las mentiras y las tergiversaciones. Vale recordar que el radical es aquel que lleva un buen tiempo sumergido en su propia credulidad. A mayor número de argumentos diversos menos posibilidades de creer a ciegas.
El origen de los argumentos aceptados condiciona la calidad de los mismos
Es obvio y a la vez ineludible: no todos los argumentos tienen la misma calidad. El argumento, como construcción humana, no nace de la tierra o cuelga de los árboles. Más bien, es un ejercicio concebido por personas con diversos intereses y antecedentes. En ese sentido, es fundamental, además de considerar un número plural de argumentos, evaluar su origen. Es innegable que parte de la credulidad dependa del exceso de confianza ciega que se deposita en otras personas. En muchos casos, dicha credulidad se afianza en las opiniones de líderes populistas que gracias a esa concesión racional pueden llegar a abusar de dicho poder. Por esta razón, al analizar cualquier argumento es recomendable apreciar quién está detrás de él, cuáles son sus intereses y sobre todo, cuál es su prontuario de mentiras y tergiversaciones. Aquellos que se aprovechan de la credulidad de las personas, casi sin excepción, tienen una afición escasa por la verdad y la precisión. Tristemente, y esto se evidencia en los procesos de polarización política, las personas empeñan su capacidad de razonar y la transfieren a un tercero que por lo general tiene propósitos e intereses egoístas y dañinos. En esta ocasión tanto el mensaje como el mensajero deben ser evaluados con cuidado. Sospecha y vencerás.
Las opiniones colectivas pueden neutralizar la capacidad de reflexión individual.
Se ha comprobado, con múltiples experimentos sicológicos, los efectos que traen las opiniones ajenas y colectivas respecto a la integridad de la capacidad individual de razonar. En muchos casos, por la naturaleza social y complaciente del ser humano, explica Mercier, se llega incluso a negar las percepciones más básicas de los sentidos. En efecto, la conocida presión de grupo puede interrumpir el proceso racional, al suplantarlo por otro proceso mucho más primitivo: el deseo de encajar y pertenecer. En efecto, la razón y su bienestar también dependen de la capacidad de formarse en la autonomía del individuo la cual, por definición, debe evitar someterse a presiones para coincidir con las opiniones colectivas. Por esta razón, es que muchos de los políticos que se lucran de la polarización acuden a instancias de movilización colectiva, en las que de antemano se restringe la posibilidad de disentir o exceptuar las causas y propósitos de este tipo de manifestaciones. Esta pérdida parece seguir una lógica aritmética:, entre más grande la multitud menos prevalece el individuo aparte y su razonar. Tal y como es el caso del origen de los argumentos, no se trata de descartar cualquier tipo de opinión colectiva o preponderante sino limitar sus efectos en el criterio individual y evitar de esta forma que las consideraciones de la mayoría suplanten un ejercicio que debe centrarse en el individuo y su comprensión autónoma.
En conclusión, ante el fenómeno y ascenso de la credulidad, el populismo y los radicales, que tanto perjuicio le están causando a la humanidad, en tantos y en tan distintos campos, vale la pena recordar que existen mecanismos de prevención; a la mano y al alcance de cualquiera. En efecto, esta enajenación se puede evitar, en alguna medida, prestando atención a la aparición de indicios de menoscabo de la razón individual y sus procesos mismos de gestación como lo son la arenga irreflexiva, la acusación sin pruebas y la negación de la realidad. De otra forma, no solo se estaría dando licencia para socavar la autonomía propia sino también se interrumpe una de las libertades básicas: el ejercicio de la razón. Es impensable considerarse libre cuando se entrega, sin más, nuestro criterio y discernimiento para que otros (y sus intereses) los definan y caractericen. El crédulo es el más dócil de los esclavos. Camina convencido y firme hacia sus propios grilletes. Siendo un estúpido, un insensible o un agitado.