El impacto educativo generado por la propagación del COVID-19 es inconmensurable. La necesidad de tomar medidas de distanciamiento social para desacelerar la velocidad de propagación del virus ha obligado a más de 160 países a cerrar total o parcialmente sus escuelas, posicionando el uso de recursos educativos propios de la educación a distancia como las tecnologías de la información y la comunicación como la principal herramienta de mitigación de la crisis.
El reconocimiento de estas herramientas como factor clave del avance del servicio educativo no es nuevo. Desde la década de los 90 hasta la actualidad, en Colombia se han venido implementando políticas, programas y proyectos orientados a promover la integración de las nuevas tecnologías en diversos campos sociales y económicos.
La ley 29 de 1990 dictó algunas disposiciones tendientes a incorporar temas de ciencia y tecnología en la planificación del desarrollo económico y social del país, permeando los planes nacionales de desarrollo a partir de 1994 y favoreciendo la promulgación de varios documentos CONPES (2731, 3032, 3171, 3457, 3670). Con este marco normativo, se desarrollaron iniciativas como el programa Computadores para Educar, la Agenda de Conectividad, el Programa Compartel y el Plan Vive Digital, entre otros. Estas iniciativas, aunadas a los esfuerzos privados, han permitido que la tasa de usuarios de internet por cada 100 habitantes[1] del país, de acuerdo con el Banco Mundial, pasara de 0.11% en 1994 a 62.5% en 2017.
No obstante, la crisis por la pandemia ha mostrado la integración de las tecnologías en las instituciones educativas, en especial en la educación básica y media, es marginal: esta se reduce a una mediación espuria o esporádica entre los miembros de la comunidad educativa. Además, parece no existir claridad sobre la manera cómo las herramientas tecnológicas han sido incorporadas a los procesos educativos y cómo se articulan con las estructuras curriculares de las escuelas.
En síntesis, el sector educativo del país no estaba (y no está) preparado para la transición hacia una educación con mayores niveles de mediación tecnológica como la que exige la mitigación del avance del COVID-19. Pueden identificarse dos problemas estructurales relacionados con esta situación y que deben resolverse con políticas publicas más eficaces: i) el poco nivel de acceso real de la población a los elementos tecnológicos básicos y conectividad y ii) la poca capacidad de docentes y escuelas para traducir el avance de las tecnologías digitales en transformaciones en su quehacer educativo.
En cuanto al acceso, los datos disponibles revelan grandes problemas de equidad. La más reciente encuesta nacional de calidad de vida (2018) informa que el porcentaje de hogares conectados a internet en las cabeceras municipales es de un 63.1%, frente a un 16.2% en centros poblados de menor tamaño y zonas rurales dispersas. Igualmente, se observan grandes brechas a nivel regional: el porcentaje total de hogares conectados a internet en Bogotá supera el 75%, este indicador es de 35.1% en la región Caribe, de 32.1% en el Pacifico y de 23.4% en la Orinoquía-Amazonía.
Sobre la integración de las tecnologías digitales en el ámbito educativo, como lo indica Manuel Area Moreira, un incremento de la disponibilidad de recursos tecnológicos en las escuelas no supone necesariamente una alteración sustantiva del modelo de enseñanza tradicional y a pesar de casi dos décadas de esfuerzos, la presencia y utilización pedagógica de las TIC todavía no se ha generalizado ni se ha convertido en una práctica integrada en los centros escolares. Esta situación responde a causales de diversa índole como la ausencia de esfuerzos concertados, las condiciones actitudinales de los docentes y la siempre tensa relación entre los modelos pedagógicos tradicionales y emergentes, lo que Harvey Leibenstein denomina “X-inefficiency”, refiriéndose a la situación en la cual, ante la falta de incentivos, ni los individuos ni las instituciones trabajan tan eficazmente como podrían.
Como resultado de las transformaciones derivadas de esta crisis se vislumbra para Colombia (y el mundo) un nuevo horizonte de atención educativa, basado en el fortalecimiento del rol de la tecnología como motor de la innovación en todos los niveles. Al igual que en el ámbito de la salud, aminorar el impacto de la crisis supone el diseño de nuevas y mejores políticas públicas, basadas en evidencia real sobre la realidad.
La recuperación del sector educativo una vez superada la pandemia requiere el compromiso del Ministerio de Educación Nacional y las entidades territoriales por garantizar la disponibilidad de recursos tecnológicos de manera efectiva y equitativa en todas las escuelas. Debe acompañarse a docentes y escuelas en la puesta en marcha de estrategias de integración de las TIC a sus estructuras curriculares; en este sentido, la apropiación de recursos y su uso racional y transparente es fundamental.
Igualmente, resulta importante la promoción de alianzas con entes externos como ONG, fundaciones entre otros, en especial con aquellas que le apuntan a la protección de los derechos de niños y niñas en situaciones de conflicto y desastre. Una de las principales lecciones aprendidas de la expansión de la COVID-19 es el valor de la articulación entre la comunidad educativa, autoridades y otros actores de la sociedad civil para garantizar el cumplimiento del derecho a la educación en situaciones de crisis.