Haber dedicado el sábado pasado esta columna a Charly Parker removió en mí no solo la experiencia de escuchar su música y la importancia de recordar su historia, sino revisitar aquel extraordinario cuento de Cortázar inspirado en la vida de Johny Carter.
El título de Cortázar: perseguidor del Jazz bien pudiera ser también Cortázar: perseguido del jazz. Porque, como ustedes saben, por una de esas sabias formulas paradojales todo perseguidor termina siendo perseguido. Así sucede siempre. Así le sucedió también a Charlie Parker. Y a Cortázar.
En mi opinión, El Perseguidor es el texto que, superando otros de carácter crítico y biográfico, ha agotado intensa y creativamente la vida y el estilo del gran saxofonista del Be Bop, pero también, como en Rayuela, su escritura misma está asimilada a los ritmos y procedimientos del lenguaje parkeriano. La recurrencia permanente de los recuerdos interpolados de Carter es un recurso eminentemente jazzístico. Es un texto que pese a que no tiene audaces rupturas formales en lo que a su estructura se refiere, presenta la certeza de una sintaxis eminentemente jazzística, está modulado como haría el propio Parker con su saxo alto. Es decir, un discurso casi frenético, digitado veloz pero profundamente. Cortázar, como Parker, sube y baja, va y viene, regresa al motivo principal, alude, recurre, repite lo dicho, lo retoma y lo relanza, hace lo que quiere con un fragmento de la vida de Parker que es al mismo tiempo toda su vida hasta la muerte.
Sucede con El Perseguidorque es un cuento al que pueden llegar y han llegado todo tipo de lectores, machos y hembras, para utilizar una categoría de Cortázar; y a pesar de ser un texto con muchas claves secretas, terminan reconociendo y disfrutando en él las bondades del estilo de su autor e igualmente interpelados por la profundidad del drama humano de su personaje. Y eso es algo que puede suceder al margen de si se es o no un adelantado en el conocimiento del jazz y de sus pormenores historiográficos.
Pero si por el contrario el lector es alguien que ha tenido la fortuna de saborear, sufrir y disfrutar la conmovedora experiencia sensual e intelectual del jazz, especialmente del jazz que fundó Parker, es decir, del jazz moderno, tengo que decir que la experiencia resulta entonces prácticamente entre deliciosa y traumática.
Allí están recreados y al mismo tiempo entregados con habilidad, conocimiento y sensibilidad los principales hitos en la vida del artista.
Chan Richarsón (o Dedée) —de cuyo nombre toma Parker el seudónimo de Charly Chan para cuando tenía prohibiciones de la Ley o del sindicato de músicos para trabajar— es la última esposa de Parker, que terminó siendo la esposa de un gran émulo suyo, el altista Phil Woods; la Duquesa Pannonica, mecenas, amante y cómplice de Parker; su crisis y recuperación en el Camarillo Hospital (Relaxing at Camarillo); el incendio del Hotel; su gran pasión por la música clásica de Bach, Vivaldi, Charles Ives y Edgar Varesse; la muerte de Bee, su pequeña hija, puntillazo final de su desgracia; y por último, su muerte en el apartamento de Pannonica. Pasando, desde luego, por las meandros de su compleja sicología de atormentado que le hace aparecer a veces como un filósofo conflictuado por la sinrazón.
Recuerdo un recuerdo de Dizzy Gillespie en el libro Los grandes del jazz de Lucian Mason en el que Parker aparece como un conversador excelente, un hombre de extrañas preocupaciones que a veces lo llevaban a hacer discursos y a provocar discusiones sobre los antiguos juegos egipcios, con tal vehemencia, que parecía que se tratara de algo relacionado consigo mismo. ¿Y acaso no lo era? ¿Y qué decir de su amor por la poesía y la vida de Dylan Thomas?
Siempre he pensado que El Perseguidor es la pieza ensayística más creativa, profunda y polivalente de la literatura jazzística, descontando desde luego su condición indiscutible de hito literario de nuestra literatura latinoamericana y universal.
Allí están ensayados, por ejemplo, el tiempo como dimensión suprema de la música y coordenada inexorable de los seres humanos; la música misma; el jazz como una revolucionaria manera de ser; la tragedia del artista; el crítico como parásito, como entidad subsidiaria del creador; el instrumento como esencia y como arma con que se defendía de la estupidez y de las agresiones del mundo; la dimensión profundamente religiosa pero profundamente poética de la música de Parker planteada como un enfático reclamo hacia arriba, hacia una puerta que no se abre jamás a su dramático vuelo.
Cortázar también plantea algunos elementos que desmitifican de cierta forma la genialidad de Parker, haciéndolo humano, demasiado humano, pero creo que logra el efecto contrario, lo sube a alturas por las que indudablemente no transitan sino los pájaros y los genios.