Hace unos días reapareció Rodrigo Lara, senador, hijo de un penetrante líder asesinado por enfrentarse a la corrupción, con una intervención genial, una que nuevamente revela que en su caso de tal palo ni una astilla: ocurre que para este Lara no hay para qué ocuparse tanto de la corrupción ínfima, ridícula, la que se expresa por ejemplo en el hecho de que la administración de una ciudad adquiera una lata de atún o un mercado con pequeños sobrecostos durante este tiempo (los días en los que una nueva muerte acecha), ya que hay cosas o corrupciones peores.
Lara, quien entre chispas recientes había propuesto aumentar el fuero de los expresidentes (en cierto modo reforzarlo, volverlo un bunker que los hiciese intocables por mortal alguno, naturalmente, con toda la argucia jurídica y constitucional de la que es capaz un improvisador), y quien parece razonar que para figurar en la política activa es mejor que hablen de él aunque sea mal, considera según aclararon algunos medios que en lo que dijo sobre corrupción lo persiguen, lo sacan de contexto, y con el disfraz de los asustados que tiran la piedra y esconden la mano, casi se declara víctima de los malos entendidos, de los malos, y hasta de los entendidos.
Pero más que sacarlo, lo que acontece es que su intervención se percibe evidentemente situada en un contexto; en una estructura de pensamiento autocomplaciente característico de buena parte de la clase política, de la gerencia del poder desde los comienzos de la vida republicana de este país.
Aceptando, así, que todo acto es susceptible de ser empequeñecido en comparación con otros o cuando se relativiza en el entorno existencial de su autor (uno de los argumentos de la “banalidad del mal”, por ejemplo); o incluso reconociendo que se recuerdan afirmaciones más disparatadas que la de Lara, la verdad es que la historia repetitiva de la corrupción en Colombia acredita que para muy buena parte de la dirigencia política el robo rampante de la hacienda pública (la plata de todos, pagada con impuestos, sudor y algunas veces con sangre), es justificado y casi legislado en tablas sagradas como algo de poca trascendencia, una cosa de la que solo se ocupan los pobres, los metiches, los que no tienen franquicia para comprender las altas razones del círculo deífico del poder.
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Los corruptos asumen como criterio moral que el erario es suyo desde cuando reciben investidura; y, por lo tanto, pueden usarlo, gastarlo, prenderle candela en fiesta
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Los corruptos (los conocidos y por revelar, los que andan sueltos o aquellos que van unos días a prisión de terciopelo) asumen como criterio moral (de su chorro de moral), que el erario es suyo desde cuando reciben investidura; y, por lo tanto, pueden usarlo, gastarlo, prenderle candela en fiesta. Son gusanos que por llenarse llegan hasta la autofagia, creen que les debemos y se cobran, les encanta sacar a mear a sus mascotas sobre nuestra mesa y recordarnos, día tras día, que tienen licencia.
El magro concepto de relatividad al que acude Lara para hacer ver que en el Estado hay formas de corrupción peores, serviría mejor para definir que un alcalde que roba 10.000 pesos de un atún en esta época de desastre global, es más bien una variedad de genocida, alguien dispuesto a matar de hambre a una o muchas personas que hacen equilibrio en una alta cuerda de trapecio, a sacrificarlos por la fechoría de ser pobres, más vulnerables y casi de sobra.
Ahora que por razones sanitarias el Gobierno decretó apertura de celdas para que vayan a casa miles de prisioneros, convendría que se haga con más severidad para que entren en ellas mediante juicio rápido (sin casa dilaciones, sin privilegios de clase política o de Juanito alimaña) todos los funcionarios que roben, los que tuercen, los que aprietan el gatillo para sacar réditos económicos o políticos de la desgracia, incluso los que solo pongan las garras en una lata de atún. No son ínfimos, son infames.
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