Es posible que el excepcional estudio sobre la corrupción hecho por el Externado sí lo nombre en alguno de sus apartes, pero por lo conocido hasta ahora en medios de comunicación, el sistema neoliberal pasa indemne la prueba como el principal alimentador de la degeneración moral que viven las instituciones no solo de Colombia sino de toda Latinoamérica.
Quizás como aconteciera en las últimas elecciones de nuestro país la mención explícita de este actor, como protagonista de las aulagas económicas y objeto de los cambios que debería enfrentar nuestra economía, no se dio. Y no se dio porque uno de los principios del economicismo es no poder ser invocado en gracia de todos los entuertos que propicia, ya que su carácter de dogma descarta, entre sus fanáticos y dóciles discípulos, esa posibilidad.
Si bien en el reportaje de El Tiempo del domingo el rector Juan Carlos Henao habla de la globalización y la sofisticación de los mercados como parte de los obstáculos para rastrear las huellas corruptas y los dineros ilegales gracias a la libre circulación de personas, bienes, capitales y servicios a través de un sinnúmero de transacciones, la nuez del problema, el capitalismo salvaje como tal, no se menciona.
Así que los remedios para enderezar nuestra difícil situación deben buscar elementos alternos eludiendo cualquier relación de causalidad con el generador principal. Y entonces surgen protagonistas autónomos como el de la corrupción, fardo natural que siempre ha existido, pero que ha hecho en los últimos tiempos una presencia tan abrumadora que nos asedia desde todos los frentes, tanto el oficial como el privado, y que para su control efectivo ameritaría instrumentos y acciones prácticamente heroicas.
Se citan como principales modalidades de esta corrupción desorbitada, el soborno, la apropiación de bienes públicos, la extorsión y el nepotismo generados en instituciones como el Congreso, las Cortes, el Gobierno, la Policía y el Ejército. Mientras el 91% de los empresarios admiten que secretamente se ofrecen dádivas para obtener contratos. Es decir, las excepciones tanto en uno como en otro patio son contadas.
Y aunque aquel flagelo se generaliza desde la aparición de la utopía economicista nadie se atreve a encontrar en la entronización del capitalismo sin barreras —con el consecuente avasallamiento de los Estados y gobiernos que anteriormente defendían a la sociedad y lo público inclusive del capitalismo tradicional— el catalizador de los desmanes presentes.
El insigne rector del Externado culpa a deficiencias morales e intelectuales básicas, que el ser humano acuda a los atajos, a la viveza, es decir, a toda suerte de violación de las normas y de la decencia para disponer de dinero fácil y en extremo y pasar por exitoso e importante.
Una tesis noble y racional que permaneció como un desiderátum alcanzable hasta tanto la misma sociedad occidental que concibió tan enaltecedora meta, fue la que demostró, con la cándida asunción del libre mercado, que subestimar al depredador natural que cargamos encima no parece recomendable.
Y menos cuando impuso, en unas condiciones culturales que parecían insuperables como las que manejaba por entonces la humanidad avanzada, unas leyes indiscutibles que facilitaban que su instinto tramposo se desmandara sin que existiera, fuera de sus sinrazones para acumular riqueza, un orden superior que le pudiera imponer limitaciones.
Los 100 años que pronostica el doctor Henao para convertirnos en honrados por las buenas toca suplirlos mientras tanto no solo con jueces rectos sino con la pérdida por parte del malhechor no solo de todo lo que consiguió de mala fe sino, insinúo yo, parte de lo que se supone ha conseguido con trabajo honrado.
Pero mientras tanto ¿quién le pone el cascabel al gato?