No solo es la reputación del funcionario corrupto la que queda por el suelo, es la misma institucionalidad del Estado la que queda en entredicho.
Cuando un funcionario público comete actos de corrupción, lo que hace es orientar las competencias de su cargo hacia el favorecimiento de intereses particulares, sean los suyos, los de un tercero (natural o jurídico) o bien los de un partido político determinado, independientemente de cuál sea su motivación y siempre afectando los recursos del Estado que al final de cuentas son los recursos de todos los ciudadanos.
En Colombia, la corrupción a nivel político parece estar más que institucionalizada. Su impacto ha sido lastimosamente negativo en cuanto a la credibilidad de los funcionarios públicos (no todos, por fortuna), de las instituciones gubernamentales y lo que es peor, en la misma credibilidad del Estado, pues quienes ejercen la función pública y buscan maximizar sus propios beneficios cometiendo actos de corrupción, no solo afectan a los todos los colombianos —y a sí mismos, en últimas—, sino que terminan convirtiéndose en el reflejo de la institución a la que se hayan vinculados y representan.
Sin embargo, la corrupción política no se limita solo a la que se ejerce desde la función administrativa del sector público, pues también se extiende al sector privado, algo de lo que da buena la casi ininterrumpida serie de escándalos de corrupción que ha sacudido al país en los últimos años y de los cuales destacan aquellos que involucran la concesión de contratos para la infraestructura necesaria para el desarrollo de la nación, siendo la regla, y no la excepción, la mediación de una suerte de tráfico de favores y beneficios económicos para su asignación, pareciendo entonces que a nivel gubernamental dichas prácticas corruptas son de algún modo aceptadas, dado el potencial de financiamiento que representa el sector privado para las campañas de los partidos políticos .
Este escenario se constituye entonces en la plataforma perfecta para el fomento de la ilegalidad como medio y un fin en sí mismo, dejando así entrever las debilidades de la estructura institucional pública, ya que puede ser fácilmente empleada en actos de corrupción, incluso por quienes ejercen cargos para, precisamente, luchar contra ella. Y lo es en cuanto a que, hasta ahora, parece impensable y quimérico sugerir siquiera una división entre la función pública administrativa y la política. En Colombia, la clase política (élite, dicen algunos) no ha dado sino muestras de servirse a sí misma favoreciéndose de un espectro estatal políticamente influenciado y viciado por sus prácticas clientelistas en el que los intereses individuales y/o partidistas tienen prioridad sobre el bienestar general. Además, el funcionario público colombiano cuenta con, no cabe duda, un poder discrecional de tal envergadura que puede darse el lujo de por cuenta propia poner límite a la rendición de cuentas y llevar a cabo las operaciones gubernamentales en medio de la falta más absoluta de transparencia y, bajo el cobijo partidista, recurrir al artilugio de la “persecución política” si es descubierto cometiendo actos de corrupción, por más documentados que estén.
Para terminar, la corrupción política tiene un inmenso impacto negativo sobre la que consideramos (o soñamos) como una democracia incluyente y participativa en la que no exista la concentración del poder para un beneficio sectorial. La democracia participativa es impactada negativamente pues difícilmente puede esconderse el favoritismo político y la exclusión de la población en general de las decisiones para las cuales —se supone— nombró representantes, viéndose entonces por fuera de estas, reduciéndose así aún más la percepción de un Estado fundamentado en instituciones fortalecidas de tal de manera que no solo cumplan con las garantías contenidas en nuestra Constitución Política, sino que no sean permeadas por actos de corrupción que no son más que la prueba de la incapacidad de un Estado para brindar a sus ciudadanos bienes políticos confiables y confianza en su legitimidad.