El siglo XX fue testigo de una era en la que la economía internacional terminó dependiendo del capital financiero y de los monopolios hoy encarnados en gigantescas multinacionales, principalmente concentradas en Estados Unidos. De Teodoro Roosevelt a Donald Trump los distintos gobiernos norteamericanos han servido de portaestandartes del gran capital y sus negocios, que hoy, en el siglo XXI, se extienden a escala global. Sin este contexto, del cual hoy vivimos un intenso desarrollo, no puede comprenderse la entrada y desarrollo de la corrupción en Colombia, que no se desprende de que los colombianos seamos malos por naturaleza, sino de condiciones económicas y sociales concretas. Estas mismas condiciones que llevaron, por ejemplo, al burdo caso del oleoducto de la Andian, narrado por Jorge Villegas en su libro Petróleo colombiano, ganancia gringa.
En 1922 arrancó la explotación a escala comercial de los yacimientos petroleros de la concesión De Mares —en Barrancabermeja— por parte de la compañía norteamericana Tropical Oil Company —la Troco— y como la parte gruesa del negocio era la exportación de este se debía construir un oleoducto. La nación, en su momento, propuso una fórmula en la que la Troco debía construir el oleoducto que, al término de un contrato definido, debía pasar al patrimonio público. Sin embargo, los empresarios extranjeros, para evitar esta norma, comenzaron una serie de maromas —creando incluso otra empresa, la Andian Corporation— en las que “persuadieron”, a través del oro yanqui, a funcionarios de menor y mediano rango hasta alcanzar al mismísimo presidente, en ese entonces Pedro Nel Ospina.
Carlos Alfonso Urueta, abogado y embajador en Washington, tuvo el deshonroso papel de servir de intermediario entre el capitán Flanagan, jefe de la nueva empresa, y los senadores, medios de comunicación, ministros y presidente sobornados. La investigación, a pesar de que se realizó con todo el rigor, fue obviada por el Senado, de mayoría conservadora, y todo quedó en la impunidad. Por fortuna, y con posterioridad, la lucha por la nacionalización del petróleo a través de la edificación de Ecopetrol fue clave para detener este tipo de afrentas contra Colombia.
Sin embargo, los herederos de las conductas tramposas de la Andian, entre los que se encuentran los malandros de Odebrecht —y sus cómplices—, han gozado de una suerte similar: quienes jugaron el papel de calanchines de los grandes negocios quedaron en la impunidad, ¡y hasta han tenido el descaro de demandar al Estado colombiano amparados en la oprobiosa legislación contenida en los Tratados de Libre Comercio!
La corrupción no son solamente actos indebidos de manzanas podridas, sino que se esparce y toma nuevas formas gracias a la gravísima penetración del capital extranjero, cuyo interés es contrario a los derechos de las clases laboriosas y de la preservación medioambiental. En últimas corresponde a las relaciones sociales emanadas de una situación en la que la prioridad es adentrarnos en un orden mundial en el que Colombia juega como peón de los grandes monopolios que, en la era neoliberal, han alcanzado dimensiones extraordinarias.
La importancia de la consulta anticorrupción radica en la legitimidad brindada al proceso, sustentada en la gente que irá a las urnas de manera masiva a manifestarse en contra de los ya centenarios abusos de los corruptos. De lograrse los quince millones de votos, meta ambiciosa pero posible por el crecimiento del inconformismo, se sentaría un precedente importante en contra de quienes se han llenado los bolsillos a costa del Estado. La consulta puede abrir el camino para que se profundicen otras luchas y crezca la unidad de los sectores alternativos por una democracia de nuevo tipo, en la que sea el pueblo colombiano el protagonista de su historia, y nunca más se repita la funesta historia de la Andian y de Odebrecht.
¡A las urnas, a votar siete veces sí!
Referencias
Jorge Villegas. Petróleo colombiano, ganancia gringa. Ediciones El Tigre de papel. Medellín, 1971.