No hace mucho estábamos frente al escándalo en el balompié. La noticia corrió y los efectos no se hicieron esperar: entendimos lo que es la universalización de la corrupción. Decíamos que no es novedad, cada actividad, por floreciente que sea, o tal vez por eso, engendra la corrupción, ya sea en el sector privado o, lo más grave, sin que en lo privado no lo sea, en el público.
Se ha dicho que el fenómeno que se volvió, parece ser, cultura de la corrupción, posee más efectos letales que la misma guerrilla y hasta que los desastres naturales. Una catástrofe.
Y ahora, otra vez, bandera de los organismos de control: en buena hora.
La normatividad para su persecución está desarrollada y, en gran dimensión; con un buen criterio crítico se dirá que no hace falta nada: encontramos desde instrumentos internacionales, hasta puramente domésticos. Así tenemos, la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, la Convención de Palermo y, ahora el denominado Pacto Global y, a nivel interno, el Código Penal y el Régimen Disciplinario.
Y, si como se observa, la regulación es, por lo menos, global, compleja y, de pronto, completa ¿cuál la razón para que el fenómeno no ceda? Pues, por el contrario, se ha visto socialmente atractiva…
¿Cuál la razón para que la supuesta contracultura de la corrupción
se vea como socialmente atractiva?
Leída así la frase parece que se debe reformular la pregunta: ¿cuál la razón para que la supuesta contracultura de la corrupción se vea como socialmente atractiva?
El cuestionamiento así formulado parte de que la corrupción es una contracultura, lo cual indica que constituye un comportamiento humano que contradice el mandato general de valores; una axiología contraria a lo general, lo que constituiría un atavismo, una antinomia. Una construcción teórica que todos repudian; un fenómeno, una visión que resta, niega lo que hegemónicamente es aceptable. Así se debería encontrar en el campo social.
Pero no, señoras y señores. Al contrario, si la palpásemos como contracultura, no estaría socialmente aceptada o no sería atractiva. No constituye una axiología, ni es minoritaria, ni mucho menos exótica; en la antípoda: vemos que es de aceptación social y de permisión en las esferas de decisión.
Las normas prohibitivas parecen no llegar, no cumplir su cometido; el mayor riesgo: cuando se asume la postura según la cual, qué importan unos cuantos años de cárcel o unos de desprestigio, si pasadas esas calendas la aceptación sobreviene y, hasta con aplauso, pues en el sentir común, también hay ingenio en el que no se deja imponer la ley; todos los días lo leemos.
¿Acaso, en verdad, el complejo social ha resistido el embate del dinero fácil? Desde el jefe de finanzas privadas que pospone un pago para recibir una comisión al final del ejercicio, hasta la coima que constriñe, como al árbol que se sacude para hacer caer los frutos. Y, de esa manera, en cada caso se evidencia un acto de corrupción.
Los efectos no se hacen esperar, desde la ausencia de servicios públicos, por los que todos pagamos, hasta la muerte por desnutrición de niños que tenían el derecho a la manutención; dantesco panorama. Realidad cruel.
Pero los efectos no interesan, nadie los notará pues arranca por los más vulnerables; una que otra carretera, una que otra escuela; uno que otro servicio de salud…. ¡¡qué importa!!
La cultura se propaga. Alto ahí. Así como existen la cultura de la violencia y la del narcotráfico, la de la corrupción está indemne.
Y se sanciona, se castiga, digámoslo gráficamente, se saca de circulación a una persona o a una empresa, pero ella vuelve, con la enseñanza de construir sobre el error… pues fue un error dejarse probar la falta. Y hasta ahí. ¿Pero qué pasó con los recursos? Se perdieron. Nada qué hacer.
Este diagnóstico es post, al daño y, se debe hacer: falta-castigo; pero debe existir uno previo: el ex ante; la construcción de la cultura del respeto por los recursos públicos y, en fin, por lo ajeno; alejar del círculo social aquella sentencia, entre otras cosas casi mágica que dice que Si a usted lo tumban (entendido como que lo pillan y pierde el puesto), se caen todos; una amenaza que impide la persecución y permite la distracción.