Mi afición por la fiesta de los toros se inicia con Leoncico, un canino maltrecho, que no sabía hacer otra cosa que retozar tardes interminables a los pies de la abuela. El cansino animal era tan manso que se prestaba como improvisado caballo y soportaba mis abusos y los de mis primos que con el ímpetu de nuestros cinco años, jugábamos a ser grandes, a imitar a los adultos, precisamente jugar a los jinetes, a ir a la finca, lo que ahora la sicología moderna llama dinámica de roles.
El juego se hizo cotidiano, hasta una tarde de junio, para una de las ferias que tanto alborozo despertaba en nuestros padres, cuando se reveló un espectáculo alucinante para los ojos de un chiquillo. Tras el rumor de la banda del pueblo, un estruendo festivo de voladores y un olor rancio de sudor de yeguas exhaustas, hicieron presencia en la plaza del pueblo unos hombres delgados, enfundados en unos trajes de fantásticos colores y dueños de una seriedad solamente comparable con el gesto de quien va para un entierro.
“Son los toreros” dijo uno de los mucharejos más adelantados y se disponen para la corrida de esta tarde. En los carteles que se habían pegado con engrudo en los zócalos de las antiguas casonas que dan al centro y sobre las paredes de las casas esquineras, se adivinaban los nombres de estos héroes que desfilaron, ante la mirada de asombro del puñado se pelaos que intentábamos tocar los adornos titilantes de sus decorados trajes, y precisar de dónde venían con su andar desenfadado de héroes en retorno polvoriento de gloriosas batallas.
Llegaron por fin a la plaza de madera, en medio de una llamativa policromía de las gentes del pueblo con sus mejores galas y también la “gentecita del campo”. Por minutos olvidamos los algodones de azúcar y las manzanas endulzadas y las crispetas, para ocuparnos del misterio que se encerraba al interior de la estructura circular, ubicada justo al lado del matadero municipal, para lo que fue necesario trepar una de sus paredes y aprovechar el momento en que los policías atentos al himno nacional, “permitían” el ingreso de los que no podíamos pagar.
La inquietud nos llevó al corral donde aguardaban silentes unos toros enormes, diferentes a los criollos blancos y amarillos que regularmente se veían en ese lugar. Supimos entonces que eran toros de casta, destinados para la celebración de aquella tarde en que maravillados, observamos una escena hasta ahora desconocida, de los hombres que se enfrentaban a esas bestias, en un cuadro a cuadro de heroísmo, equiparado con las amarillentas y granuladas películas de duelos de gladiadores y cíclopes en Esparta, Cartago, Termópilas o en las costas del mar Egeo.
A la mañana siguiente, el buen Leoncico fue elevado al noble título de toro de casta, y los muchachos nos llamamos durante semanas por los nombres novelescos de: El Bogotano, Pedrín Castañeda, Manolo Zuñiga el señor Pepe Cáceres, como habían sido bautizados esos nuevos ídolos que durante inolvidables y eternos veranos nos permitieron jugar a esos roles extraordinarios de hombres que eran sinónimo de valor, capaces de ofrendar cada tarde la posibilidad de perder la vida.
Estos recuerdos, son los primeros referentes de una devoción que con los años fuí cultivando por la fiesta de los toros, una comunión con un entorno cultural que entraña una singular simbología, unos códigos elaborados, una tradición milenaria, una vigorosa semántica, aspectos inherentes a una práctica que trasciende las fronteras del deporte o las artes, quizá porque es un paralelismo de la lucha del hombre frente a la dificultad, el encuentro del hombre y el animal, lucha desigual si se quiere, pero inquietante en la medida en que tiene lugar en las estertóreas vecindades de la muerte.
La afición por los toros me permitió conocer gente de gran conocimiento taurino, connotados toreros como Jairo Antonio Castro, uno de los diestros preferidos de mi infancia, ir a una dehesa, ver una tienta y maravillarme con el entendimiento de aficionados como Don Alfonso González o de los periodistas Oscar García Calderón, Juan Helmuth Larrahondo, Felipe Garrigues y por supuesto del cronista taurino Ricardo Rondón.
Por años he considerado que la Fiesta brava resume otras artes, que en su generosa geografía se amalgaman pintura, música tradición y danza. Pero es también un espectáculo serio; ¿Que puede ser más profundo que una actividad donde, salvo excepciones del indulto, uno de los dos actores, toro o torero ya no vuelven? Es también la corrida de toros un sincretismo de las labores en el campo de los ejemplares de lidia, el coso taurino el ámbito donde se recrea la vida misma del toro de casta y la faena que por años concita a los peones de las fincas ganaderas, fervorosos trabajadores que cuidan y preparan al animal para llevarlo a la plaza, con la ilusión de su lucimiento y en premio su conservación, su regreso vivo y victorioso a la dehesa.
Un pase de José Tomas, el torero que “se pone donde otros ponen el engaño”, con la plaza en silencio, como se observa a un hombre que se obstina en darle ventajas a la muerte, es un quizá un acto extraño pero de estoico y sublime heroísmo. Difícilmente una obra de teatro o una película puede transmitir las emociones que un espectador encuentra en una corrida de toros donde además, como ya he dicho, se superponen otras estéticas y ese encanto que dormita en un ritual de inagotable semiología, un escenario donde todo significa, los colores de los trajes, su decorado, los momentos de la lidia, los “comportamientos” del toro, los encastes, el estilo de los alternantes, tanto así que sobre cada uno de estos aspectos se han escrito obras maravillosas de plumas tan connotadas como Ernest Hemingway (tarde de toros) y a nivel local Antonio Caballero.
Todas estas imágenes y reflexiones me asaltan en momentos que se debate en diversos escenarios, la conveniencia de continuar con una celebración que ha sido llamada excluyente y anacrónica pues no estaría en concordancia con las nuevas formas de relacionamiento que debe tener el ser humano con la naturaleza, que es en el fondo el planteamiento gravitante de los movimientos ecologistas.
Pues bien en estos tiempos en que el hombre parece volver sus ojos a los ecosistemas para respetarlos y asegurar la sustentabilidad de esos modelos de convivencia hombre- seres vivos, que sería a mi juicio el argumento verdaderamente sólido frente a la actividad donde son sacrificados toros, basta decir que las corridas de toros, son la razón de ser de las fincas dedicadas a la crianza de estos ejemplares, tarea que solo es viable como negocio, con las temporadas taurinas.
En resumen si no hay temporadas taurinas no tiene sentido la crianza de ejemplares que solo pueden tener como destino la lidia, no sería rentable su cuidado para ser vendidos como carne de congelador. En consecuencia los magníficos toros de los encastes Vistahermosas, Múrubes, Santa Colomas y Parladés podrían desaparecer.
La cura peor que la enfermedad porque lo que propone la sustentabilidad es la permanencia del progreso económico y el aseguramiento de la existencia futura de las especies.
Otro elemento para la reflexión es la educación. Que si queremos incentivar en nuestros hijos referentes de violencia, como los comportamientos que, de acuerdo con los argumentos antitaurinos, son evidentes en la fiesta de toros. El asunto es de preferencias, habrá quienes quieran asistir o llevar a sus muchachos a una edad adecuada, a una actividad en la que se concibe una percepción de las cuestiones humanas con la condición vida –muerte, eros y tanatos como componentes que se desenvuelven de manera inseparable.
Tengo amigos antitaurinos que me expresan razones y razones. Los escucho, tomo atenta nota, conocen lo que las trasmisiones taurinas o televisivas proyectan de la fiesta. Lo que es difícil de aceptar es que se celebre la muerte de un torero, o miles de personas le deseen la muerte a un niño enfermo que manifestó el suelo de ser torero, como ocurrió el año que termina.
Quizá tienen razón en muchas otras notas disonantes que han venido contaminando la fiesta brava en su esencia pura. Como los ruidosos aficionados que van a los tendidos a emborracharse y repetir en medio de la euforia etílica el nombre del torero, o silbar sin sentido la salida de un toro; otros que encuentran en la plaza una pasarela, se ve mucho en Cali, y que sin mayor entendimiento interpretan en las corridas una vitrina social y finalmente los seguidores del torero de moda, que van a toros con la disposición de quien va a una discoteca, repiten lo que dicen los cronistas taurinos y no paran de tomarse fotos y hablar con seseo español cuando en realidad vienen de Unicentro, de la Soledad o del barrio Veinte de Julio. Estos últimos en realidad buscan en la corrida un espectáculo, un simple acto de entretenimiento, pero tienen todo el derecho porque, como reza el refrán, pagaron por su boleta.
Hay aficionados de todos los matices, los viejitos de boina que van con religiosidad a un encuentro íntimo y sincero con sus toros y toreros. No son “asesinos en potencia” como les gritan cerca de las plazas donde se dan corridas, la mayoría incluso son toristas, la gente más entendida que dicho en términos coloquiales va a la corrida a hacerle barra al animal, lo quieren y lo prefieren por encima del torero.
Otro componente del debate es la pertinencia del uso de la plazas de toros, por parte de una minoría con las consecuentes ganancias que genera la actividad a entidades como las corporaciones taurinas. La discusión puede ser oportuna en la medida en que las tesis a favor y en contra permitan encontrar un escenario kantiano, donde las razones de corte ambiental proteccionista puedan coexistir con el derecho y las preferencias de las minorías en el contexto de convivencia democrática.