Nada que hacer. La Corte Constitucional dictaminó que las corridas de toros son una tradición cultural y, por tanto, no pueden prohibirse. Así las cosas, en el término de seis meses,la plaza de toros “La Santamaría” deberá ser reabierta para que la fiesta brava regrese a Bogotá.
No puede negarse la sorpresa por esta decisión, pues se trata de un tribunal que ha sido el abanderado en proteger derechos fundamentales como el de las mujeres al aborto o el de las parejas homosexuales a ser consideradas como familia. Pero este criterio tan abierto, se vuelve restrictivo y conservador en el tema taurino, valiéndose de un argumento discutible:se permite y protege porque desde hace mucho se practica.
Ahí está el meollo del asunto. ¿Una tradición por este simple hecho temporal debe conservarse? No, por supuesto que no, y aquí viene un ejemplo contundente: los circos. Desde tiempos inmemoriales han entrenado animales para el goce público. Todos crecimos viendo leones, elefantes, chimpancés, haciendo cabriolas en las grandes carpas.
Pero ya no se permite en nuestro país, como en muchos otros, pese a ser una tradición de siglos. ¿La razón? Detrás del mundo idílico de luces, trapecistas y payasos, los animales eran maltratados no sólo por el hacinamiento sino por los métodos crueles para conseguir con sus piruetas el aplauso del público. Lo que no sabíamos era que obedecían a su entrenador no por cariño sino por miedo a que se repitiera el dolor padecido durante el adiestramiento.Buen ejemplo del sadismo:atormentar para divertir.
No obstante, comparados con las corridas de toros, son un juego de niños. En la tauromaquia, a través de los siglos, se ha ido refinando el método de tortura para sacarle mayor provecho a la ira y el miedo del toro de lidia. Paulatinamente, durante tres etapas, utilizando la pica, las banderillas y la habilidad del torero, lo debilitan con un solo objetivo, llevarlo a un estado de indefensión para matarlo, aunque a veces la tarea con la espada no queda bien hecha y su padecimiento se prolonga hasta que se le destroza la médula espinal con otro eficaz instrumento. Y para que no quede duda del festín se le mutilan las orejas y a veces el rabo para premiar al verdugo.
Sí, hace mucho se practica. Empero, esta tradición se ha venido a menos en la medida que se toma conciencia del respeto que se le debe tener a las demás especies. De ahí que la ONU haya promulgado los derechos de los animales, que cobija incluso a los que deban ser sacrificados para servir de alimento. Debe causárseles el menor dolor posible, es el mandato y de ahí el rechazo a las sádicas muertes de pollos (estrellándolos contra las paredes) que pusieron en aprietos a una gran cadena estadounidense de comidas rápidas.
Los zoológicos (otra tradición) también comienzan a revaluarse. Los animales no deben estar entre rejas y los humanos pueden conocerlos pero en su hábitat. Igual, las mascotas merecen respeto y se sanciona a los dueños que les causan daño. Estamos cambiando y por ello la reprobación general hace un tiempo a la patada que un jugador de fútbol le infligió a una lechuza que cayó en la cancha mientras se jugaba un partido.
¿Por qué entonces las corridas de toros, donde se atormenta con saña, con elaborado sadismo, deben permitirse? ¿Y por extensión, las peleas de gallos? ¿Cómo puede levantarse una sociedad pacífica y tolerante, si se insiste en seguir prohijando la crueldad en un espectáculo colorido, donde se aplaude y se premia al torturador, en medio de música y fanfarria?
Es cierto, hay que respetar los derechos de las minorías, de eso se trata la democracia, pero cuando esta minoría goza e incita a la violencia con sus espectáculos sanguinarios, ¿debe permitírsele? ¿No prima el bien común? ¿No está por encima el respeto a la vida, a las demás especies animales, a la propia naturaleza de la cual formamos parte?
Nuestra soberbia nos hace creer que somos los dueños del mundo y podemos hacer y deshacer a nuestro antojo, olvidando que somos tan solo una especie entre muchas y que ellas merecen tanto respeto como nosotros mismos. Pero claro, difícil de entender si hemos llegado al extremo de convertir la vida humana en una simple mercancía.
No hace mucho nos enseñaban que éramos los reyes de la naturaleza. Pero los reyes no son eternos y también son derrocados. Que no se nos olvide.