Mientras el frío bogotano me penetraba los huesos, un taxi me dejó en una de las puertas de Corabastos a las tres de la mañana. Era la primera vez que yo pisaba ese lugar en mi vida, así que todo para mí era nuevo. Antes de ingresar a la central de abastos capitalina, me requisaron como pasa casi siempre que uno quiere entrar a cualquier sitio en este país de matones. Yo, por suerte, no tenía nada que llamara la atención de la gente que se encarga de la seguridad del lugar. Sin embargo, evidentemente no todas las personas que asisten a dicho mercado van con las mismas intenciones: al lado de la puerta de acceso había un balde que tenía en su interior más de una decena de puñales que habían sido decomisados antes de que yo pasara por la entrada de la ciudadela que alimenta a los habitantes de la jungla de cemento a la que volví hace unos días después de muchos años de exilio.
Después de caminar unos metros entre camiones y automóviles bien estacionados me topé de frente con una de las enormes bodegas que conforman la estructura de la plaza de mercado más grande de Colombia. El sonido ensordecedor de las voces de Vicente Fernández, Diomedes Díaz y Darío Gómez se mezclaba con los gritos de los vendedores de papa y yuca que envueltos entre ruanas promocionaban sus productos. El primer contraste que llamó poderosamente mi atención fue aquel que hacía que al lado de una camioneta que cuesta más de 130 millones de pesos estuviera parado un hombre con los zapatos y el pantalón rotos. Dicha escena se repitió en múltiples ocasiones a lo largo y ancho de Corabastos, esa construcción impresionante que está clavada en el corazón de la localidad del sur de Bogotá que lleva el apellido de un presidente gringo y no el de un profesor o un médico colombiano. Así somos los colombianos: nos pasamos la vida exaltando a los mamarrachos de afuera mientras que a los héroes de acá los tratamos a las patadas.
En Corabastos uno consigue todo lo que pueda llegar a imaginar que existe en términos de alimentos. El olor a frutas y verduras frescas hacen de ese espacio un lugar mágico, único, inigualable. Pero la realidad de miles de personas que trabajan allí empañan la majestuosidad del centro mayorista que mueve diariamente casi 40.000 millones de pesos. Corabastos debe ser lo más cercano al infierno en términos laborales para los cientos de coteros que, sin importar la edad o el sexo, literalmente se rompen el lomo durante horas para movilizar la mercadería en carritos de madera. Un anciano que usaba una gorra de las que repartió el miserable de Iván Duque durante su campaña presidencial tira con su escasa fuerza el coche lleno de bultos mientras por el lado derecho de él pasa una mujer joven cargando sobre su hombro cinco cajas repletas de verduras. La imagen es cruel, desgarradora, impresionante. Y, lo peor, creo que nadie se sorprende con la escena, pues los gritos y la música popular siguen entrando por mis oídos mientras mis ojos ni siquiera parpadean. El ritmo de la madrugada de Corabastos sigue y, con el paso de los minutos, incrementa. Cada tanto se escucha salir de la boca de uno de ellos una palabra como pirobo o gonorrea, pero también usualmente en sus rostros se les dibuja una sonrisa. Corabastos, al parecer, es una jungla hermosa para muchos, aunque para mí no es más que el epicentro de una de las más grandes tragedias de la humanidad: La explotación laboral.
Dudo que los coteros de Corabastos tengan acceso a una EPS o a una ARL porque ellos no están contratados legalmente por ningún empleador. Si el anciano que carga bultos o la muchacha que transporta cajas sobre sus hombros tienen una lesión nadie les va a dar una mano. Sus vidas, en esta metrópolis infernal, solamente les importan a sus familiares, si es que tienen. El capitalismo enfermo en el que vivimos ha convertido a esos seres humanos prácticamente en bestias descartables que, el día de mañana, van a terminar con sus espaldas arruinadas, sus bolsillos más vacíos y sus almas destrozadas. Los coteros, esos que muchos sinvergüenzas van a salir a “defender” diciendo que son trabajadores honestos y no vagos que quieren vivir del Estado, realmente son víctimas de la dureza y la mezquindad de un país en el que un congresista que va a dormir al Senado o a la Cámara de Representantes gana al mes cuarenta veces más que lo que ganan ellos rompiendo sus huesos por el peso insoportable de la comida que todos nosotros nos llevamos a la boca diariamente.