En la otrora metrópoli se jugó la final de la Copa Libertadores. Vaya homenaje: se jugó la final de la “Libertadores de América” en el país del que nos liberamos. Capricho de la historia, del fútbol y de nuestra realidad continental, en el corazón de la Corona celebramos el partido cumbre de un torneo homenaje a la generación que selló nuestra independencia de España. ¡Vaya ironía!
Los españoles no tomaron por mal el hecho de restregarles en el rostro, con el nombre de este torneo, la gesta heroica de aquellos que encabezados por San Martín y Bolívar le arrebataron la joya más preciada a la monarquía hispánica. Europa no recibió mal que los hijos de aquellos libertadores fuesen a colorear y alborotar la bella Madrid, capital del reino que, habiendo vencido a los ejércitos napoleónicos, sucumbió ante el empuje de las lanzas de nuestras montoneras criollas.
Pero nuestros países aún no alcanzan la adultez política, económica o social, nos consumimos entre la anarquía y la tiranía, y parece que padeciéramos una especie de autocanibalismo. Así pues, fuimos allá por nuestros defectos, no fue de otra manera.
Todo este hecho deportivo y lo que sucedió alrededor de él plasma nuestra existencia. Un sentimiento de violencia exacerbada que se apodera de la gente sacándola de sí, impidió que el partido se jugara en el sitio, fecha y hora debidos. Actuamos por impulsos, presos de la ignorancia: la estúpida agresión al autobús dañó la fiesta inicialmente. Lamentable, sí, pero así somos, es nuestra realidad.
Esta violencia, heredada de siglos de dominación extranjera a sangre y fuego (que no conquista), se manifiesta en el fútbol y en todas las esferas de nuestras vidas, porque, aunque quien la ejerce no lo sepa con claridad ni sea consciente de ello, es expresión de la frustración de nuestros pueblos y de su rabia por tanto tiempo de exclusión y villas miseria.
Esa violencia se manifiesta descontroladamente porque aún no logra ser canalizada hacia propósitos comunes y loables. Es una violencia atolondrada y torpe, porque aun somos pueblos confundidos, tanto como que aún no descubrimos nuestra verdadera esencia, ni construimos una verdadera identidad hacia lo positivo.
Fue allá porque el fútbol, al igual que nuestros estados, también está dirigido por corruptos y comisionistas: daba más dinero a la Conmebol jugar en el Santiago Bernabéu que, por ejemplo, en el Defensores del Chaco de Asunción, el Centenario de Montevideo o el Nacional de Santiago. En busca del dinero alejaron la finalísima del pueblo argentino y latinoamericano, la sacaron de la órbita de los humildes que hacen la fiesta en nuestro fútbol.
Aun así, también mostramos lo bueno: nuestra alegría, nuestro colorido, nuestra fiesta. Vibró Madrid. Los hermanos europeos asistieron al estadio (como toda élite, ellos saben distinguir un buen espectáculo) y vieron asombrados el carnaval que convoca el fútbol en nuestro continente. Se preguntaban cómo es que este deporte nos genera tanta pasión, cuestión fácil de explicar: así somos, apasionados por todo, prestos al paroxismo.
El partido, por demás emocionante, expuso nuestro talento deportivo (comparable al que a caudales derrochamos en las artes y letras), ese que exportamos al mundo para hacer vibrar a los fanáticos de otras latitudes. Talento que se encuentra a borbotones en los cinturones de miseria y que se pierde como el fruto silvestre, mientras en el viejo continente es cultivado casi transgénicamente en escuelas y academias muy completas y de formación integral, las cuales muchas veces suplen la falta de talento innato con el despliegue físico-técnico y la fortaleza mental que los prepara para triunfar (de esta manera han ganado seis de los últimos ocho mundiales de la FIFA).
Hay que entenderlo, el fútbol tanto dentro como fuera de la cancha expresa lo que somos, tal cual: talento, pobreza, exclusión, violencia, corrupción, clientelismo, antidemocracia, alegría, pasión… Como la culinaria, la literatura, la música, las danzas y la política, es expresión cultural de nuestro ser, tanto en lo bueno como en lo malo.
Debemos tener una consciencia profunda de lo que somos, como todo fenómeno masivo cultural el fútbol también nos acerca a ello.