No puede ser motivo de alegría sino de reflexión la pérdida de la sede de la Copa América.
Lo primero, a mi juicio, era un torneo mal planteado, donde Colombia era segundón de Argentina.
Lo segundo, increíblemente, el alcalde de Barranquilla, Alejandro Pumarejo, propició, por intolerante, que se diera una batalla campal fuera del estadio, con gases lacrimógenos y bombas aturdidoras que no solo afectaron a los manifestantes, sino también a los equipos extranjeros y a la prensa internacional, lo que dio difusión a la protesta social colombiana en lugares donde antes no lo sabían o no se le daba relevancia, ¿no hubiera sido más simple aplazar los partidos?
Tercero, el gobierno de Duque, tozudamente y dejando de lado la crisis social que vive Colombia y haciendo oídos sordos al clamor popular que pedía que no se hiciera el torneo, frena la renuncia del ministro del Deporte ante la inminencia del retiro de la sede e impulsa el envío de una misiva solicitando el aplazamiento, justificada no en la problemática social, sino en las cifras de la pandemia de COVID-19, la cual, de manera descortés es respondida tan solo en un lapso de dos horas, por la Conmebol, retirando la sede al país.
Triste final para una iniciativa que desde el inicio tuvo fallas y que terminó facilitando una humillación para Colombia por parte de un ente corrupto como la Conmebol.
En este momento, el opio del pueblo en que se ha convertido el fútbol no le funcionó a Iván Duque. Definitivamente, estas son señales de un profundo cambio en la forma de percibir la realidad por parte de los colombianos.