El domingo de la épica final de la Copa América fui en horas de la mañana al Parque 93 y por mera coincidencia al ver que mi sitio favorito para sándwiches (“sanguchería” La Lucha, en la 93 con 12) estaba semivacío adelanté mi almuerzo para ver luego con toda tranquilidad y sin hambre el partidazo España – Inglaterra.
En la noche caí en cuenta de que sobre la mesa había dejado unos iPod. Encontré en Internet un medio civilizado y sin barreras para comunicarme en forma rápida y sencilla con el sitio. En pocas palabras informé que había estado almorzando allá y que creía haber dejado sobre la mesa los auriculares con su estuche.
Para mi sorpresa, al poco tiempo me llamó un muy atento ejecutivo Andrés, quien me hizo un par de preguntas y ofreció indagar. Al día siguiente me llamó Ana María, administradora del local, y proseguimos con la búsqueda. Me inspiraron de inmediato, confianza, por lo que no acosé ni insistí. Quedé a la espera, no más.
Tras la vergonzosa asonada que montaron unos paisanos en Miami para ingresar en manada y sin boletas al estadio en donde Colombia jugaba contra Argentina, los del montón nos resignamos a reconocer que este espíritu de desorden colectivo está enquistado en nuestra idiosincrasia.
Con perspicacia anotaba un comentarista que los colombianos somos los primeros en respetar cuanta regla exista en el exterior, pero los primeros en considerar como proezas de viveza cada desacato en Colombia.
Agregaba como ejemplo que un noruego respeta sagradamente todo el orden de su país, pero que en Colombia aprende que si maneja con ese criterio se expone a un accidente mortal. Por lo que se colombianiza.
Es axiomático que cuando uno pregunta por algo que se le perdió la respuesta mecánica tiende a ser la negación. Bien que sea porque entre nosotros robar un objeto se considera algo simpático, apenas natural; o, simplemente, por un instinto natural, aquello que nos lleva a desentendernos; el malhadado “deje así” …. “no es mi problema” … “¡para qué se mete!”, etc.
Vemos a diario en videos que masacran a alguien para robarle cualquier cosa mientras los transeúntes miran para otro lado. La gente es extraordinariamente agradable y atenta en este país; pero la solidaridad social y el respeto por el prójimo están más desaparecidas que las morrocotas de oro del galeón San José.
Entonces vale la pena y reconforta relatar lo que me ocurrió con mis iPod. La administradora Ana María me invitó a presentarme en el local para verificar algunos datos. Fui el viernes 18, y llegando se me reventó una llanta gracias a esos dientes amarillos de cocodrilo desparramados por la ciudad. Me atendieron con café, y sin más me devolvieron mis valiosos auriculares.
Cuando ya me iba porque por coincidencia tenía un compromiso para almorzar en otra sucursal, la que está en Unicentro, la esmerada administradora me alcanzó a la salida para anunciarme que la casa invitaba a mi almuerzo. Mi auto estaba en un parqueadero cercano y no lograba encontrar una cruceta para cambiar la llanta. De La Lucha enviaron una persona con el encargo de ayudarme. Al final llamé al seguro y mientras me mandaban un servicio me devolví al restaurante con dos mascotas, para tomar un café mientras esperaba. Me trajeron de cortesía papas fritas.
Como diplomático siempre tuve el interés de registrar el comportamiento social y el carácter de las gentes. Puedo relatar experiencias de toda índole en países tan disímiles como Bolivia y Barbados, Belice y Alemania, Barbados y República Dominicana, Alemania o España.
Pero con todo el orgullo quiero dejar testimonio de que nunca me habían tratado con tan abundante profesionalismo y generosidad. Quizás arreglar nuestro país o lograr que el presidente Petro sea cumplido sea como arar en el desierto.
Pero con gente contagiada de espíritu alegre y consagrada al servicio como la de los empleados de La Lucha, que además tienen los mejores sándwiches de la sabana, no hay duda de que poco a poco lograremos erradicar prácticas criticables.
Imperceptiblemente, la presión social llevó a que nadie fume en público, a que no veamos tantos borrachos exhibiéndose en público, a que a las mascotas se las admita en todos lados y se las quiera, a que se rechace el maltrato a los animales y a que el machismo sea refrenado.
De a poco vamos mejorando. Solo se necesitan más ejemplos como éste. La gente se contagia, tanto de lo malo- como en Miami- como de lo bueno, como me ocurrió ese mismo día en que ocurrieron los desmanes de la turba.