Los fantasmas de la xenofobia, el racismo y el populismo nacionalista vienen recorriendo el mundo. Por todas partes aparecen políticos oportunistas dispuestos a explotar el miedo a los inmigrantes, o el rechazo a quienes poseen un color de piel distinto. La idea de quienes actúan así es utilizar las emociones negativas como instrumento para acceder o perpetuarse en el poder.
El ideario del movimiento aislacionista ultraconservador fundado por Jean Marie Le Pen en Francia y con claros tintes fascistas, se universaliza. Entre sus adeptos se cuentan Viktor Orban en Hungría, Andrzej Duda en Polonia y Jimmie Akesson en Suecia. El propio Donald Trump y Boris Johnson del Reino Unido, tienen rasgos que los asimilan a aquel combo. La estabilidad institucional de Alemania parece amenazada por cuenta de actores que profesan las mismas ideas. Incluso, la Unión Europea podría quedar gravemente herida en el 2019 tras las elecciones del parlamento común, en las que se prevé un repunte de los partidos xenófobos y antieuropeos.
La xenofobia y el racismo son sinónimos de agresión y exclusión; de ataques a la dignidad de las personas y deshumanización. La violencia y las acciones denigrantes se ejercen sobre una población desvalida, conformada por individuos que han debido abandonar su patria para salvar la vida o escapar a la falta absoluta de oportunidades.
Son millones los seres humanos provenientes del África, del Oriente Medio y Libia; de la América Central asediada por el narcotráfico y las maras; de la Venezuela agonizante, o de una Nicaragua sometida a brutal represión.
En los países receptores el ánimo de la opinión cambió. Tras un período de actitud receptiva se ha pasado a la intemperancia y la agresividad. Ya no se acuerdan que la migración masiva es en buena parte producto de políticas practicadas por naciones del primer mundo. Los aliados, léase la coalición de estados occidentales, literalmente hizo estallar a Libia, Irak y Afganistán; ha sido indiferente con Palestina; metió sus manos de manera errática en Siria y contribuyó a la debacle de ciertos países africanos.
Los aliados, léase la coalición de estados occidentales,
literalmente hizo estallar a Libia, Irak y Afganistán;
ha sido indiferente con Palestina; metió sus manos de manera errática en Siria
Quizá la aproximación más sensata para lidiar con el tema es la aplicada por la señora Merkel con relación a los sirios: brindarles acogida temporal en condiciones apropiadas, pero dejando establecido que serán repatriados una vez mejore la situación de su país. Y es que la solución requiere una doble estrategia: en el corto plazo acoger a quienes llegan, mientras en sus lugares de origen se aportan esfuerzos y recursos para el desarrollo económico, la transformación institucional y la construcción de paz.
En este entorno complejo de migraciones desbordadas el Consejo Mundial de Iglesias y dos importantes organismos del Vaticano, el Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral y el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, unieron sus esfuerzos celebrando en Roma durante el mes pasado la Conferencia Mundial sobre Xenofobia, Racismo y Nacionalismo Populista.
Los intercambios se centraron en comprender las causas y dinámicas de aquellos fenómenos sociales y en identificar estrategias de acogida y apoyo a las poblaciones afectadas. Las conclusiones finales se compendian en una declaración cuyo contenido vale la pena revisar teniendo en cuenta el entorno latinoamericano, impactado por la diáspora de venezolana y por la que ya se insinúa en Nicaragua.
En primer lugar el documento reafirma la dignidad de los seres humanos y llama a la solidaridad entre los pueblos para que los casos de violación de derechos, xenofobia y racismo sean denunciados de manera categórica. En segundo termino se expone el compromiso de las iglesias para trabajar en unidad con el fin de transformar los sistemas injustos que pretenden perpetuarse so pretexto de garantizar la estabilidad y la seguridad, creando condiciones que excluyen y niegan la dignidad.
El escrito además contiene un llamado directo a las iglesias para que ayuden a crear consciencia sobre la complicidad de algunas teologías con la xenofobia y el racismo. Esto sin dejar de expresar el compromiso de promover una cultura de encuentro y diálogo, reconociendo a Dios en el rostro de los refugiados.
Ahora bien, en el documento hay un justo tono de reclamo cuando se declara la necesidad de exigir responsabilidades a los gobernantes cuyas decisiones afectan el futuro de la comunidad humana. También cuando se invita a las Naciones Unidas y a los estados a eliminar todas las formas de discriminación y contrarrestar las manifestaciones de racismo, violencia y xenofobia. El texto incluso llega a formular una exhortación a las organizaciones religiosas para que participen de manera activa y sin demora en asuntos políticos, económicos y sociales cuidando el planeta y a quienes sufren.
Lo interesante de la declaración final es que las iglesias de manera conjunta están hablando con firmeza y asumiendo el protagonismo en estas materias. El espíritu valiente y directo del papa Francisco va imponiéndose y alienta la esperanza de que migrantes, desplazados y minorías algún día puedan vivir con dignidad sobre la tierra.
Publicada originalmente el 11 de octubre de 2018