No podemos seguir tres mil años más dándole vueltas al tema porque igual se acaba el mundo antes. Lo mismo cabría decir de la adolescencia. Que sí, de acuerdo, que no respetan nada, etcétera. Okay, seamos listos y tomemos alguna decisión. Las prostitutas y los adolescentes no pueden seguir esperando otros tres mil años a que se nos ocurra algo para neutralizarlos, o para legalizarlos. A lo mejor tendríamos que prohibir la adolescencia y regular la prostitución. Un mundo sin adolescentes y con un sexo ordenado sería el paraíso.
Ahora bien, si acabamos con los adolescentes y regulamos por fin el sexo, ¿qué nos queda? ¿Los impuestos, el Producto Interno Bruto, Ecopetrol, Cartagena, el calentamiento global? En los debates del congreso no se habla de prostitutas ni de adolescentes, por eso son tan aburridos. Si al menos arreglaran aquello de lo que hablan, tales debates estarían justificados, pero tampoco. El Congreso tiene la suerte de ser un servicio público, porque si dependiera de las audiencias ya lo habrían cerrado. Los periódicos, que están en el mercado y saben lo difícil que es ganarse un peso, critican en sus editoriales la misma prostitución que exaltan en las páginas de anuncios por palabras. Una cosa no quita la otra. Se da la circunstancia de que a veces, cuanto más beato es el periódico, más dura es la prostitución que anuncia. ¿Por qué? Porque pocas cosas venden más que esa combinación entre suciedad y pureza.
La historia de Colombia es sincrónica, aunque nos las arreglamos para percibirla como sucesiva. Tal es la función de las agendas, de los abecedarios y de los periódicos. Pero todo ocurre a la vez. Ahora mismo acontece el Holocausto, por ejemplo, y el tráfico de esclavos, tan antiguo, la edad de piedra o la de los metales. Vivimos simultáneamente en la contemporaneidad y en el medievo, en el útero de nuestra madre y en el cementerio. El éxito del Aleph, el cuento de Borges, se explica a partir de esta revelación. Usted y yo ya estuvimos aquí, como esa mosca a la que aplastamos con el periódico en la cocina y vuelve a aparecer tres minutos después en el estudio. Ya estuvimos aquí y fuimos ricos y pobres, mendigos y príncipes y lo seguimos siendo, todo de golpe. Estamos vivos y muertos a la vez, somos afortunados y desdichados de forma simultánea. Pero como tal acumulación de hechos provoca mucha angustia, nos hemos inventado la continuidad de la misma manera que, para defendernos del azar, se nos ha ocurrido la casualidad.
¿Quién inventó los periódicos, dónde y cómo? No importa, funcionan a la perfección. El pronombre “yo” me libra de ser “él”. “Él” es el propietario de la camioneta donde unos proxenetas (ellos) ha comprado los tiquetes con los que unas mujeres (ellas) han venido a Bogotá a trabajar como prostitutas. Se trata de un par de hombres colombianos o de cualquier otro lugar del mundo trabajando en cualquier antro de mala muerte cuyas luces de neón observamos desde el carro, ignorantes de que, sin dejar de estar fuera, estamos dentro del burdel. El no percibir al otro como igual, también otro gran invento, nos insensibiliza frente a la barbarie. No soy un proxeneta, ni tampoco un paparazzi, ni me gustan las Toyota, así que puedo seguir mi camino alegremente.
