“Colombia país único”. Esta es una frase que se repite desde tiempos inmemoriales. Y entre más se acude a ella, menos se sabe cuál es su alcance. Mejor dicho, ese “único” como que no se entiende. Si ese “único” se refiere a que el país nuestro es “excepcional”, al guiarnos por el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española tendríamos que decir “que constituye excepción a la regla en común”. Parecería entonces que lo que se trata de insinuar es que Colombia es distinta.
Y no es que ahora, para los efectos que vamos a tratar, nos vayamos a poner a comparar a los demás países del planeta con Colombia porque esto sería caer en lo ridículo. A nuestro país, su sitio en el planeta, su geografía, sus propias características naturales como su biodiversidad, la diversidad de su cultura, su historia, su composición multiétnica, sin duda lo hacen “único”. Pero no son esas singularidades las que lo distinguen como “diferente”. Por lo menos no es a esa diferencia a la que me quiero referir. Es a su rareza política-social polifacética a la que busco llegar. Esa sí, rareza “única”. Como el hecho de que Colombia necesite la paz pero que parte significativa de su dirigencia prefiera la guerra; o que diariamente tengan lugar en su territorio asesinatos político-sociales y se proteste internacionalmente porque la organización reconocida universalmente como la competente para velar por la vida llame la atención sobre la ocurrencia de esos crímenes; o que se cobre como éxito oficial el crecimiento del producto interno bruto cuando es de todos conocido que algo más del cincuenta por ciento del mismo corresponde a la economía informal, a la economía negra, al narcotráfico y al lavado de dineros surgidos de esa misma actividad, a la minería ilegal y otras economías sumergidas; cuando hay nueve millones de desplazados; cuando la Amazonía es víctima de la deforestación, la ganadería extensiva y la palma; cuando se busca trampear a la justicia transicional por temor a la verdad. Para sintetizar, cuando es mejor que Sansón muera con todos sus filisteos. Claro es entonces que Colombia sí es “un país único”.
Y súmese a lo anterior que cada vez que se menciona la palabra “constituyente” como solución a tanto problema, sin pensar siquiera dos segundos, muchos tiemblan. “Qué horror”, dicen. “Qué miedo”. “Salto al vacío”. ¡Ay del pueblo víctima de la ignorancia supina de sus dirigentes!
Bueno es tener en cuenta que los constituyentes del 91 no buscamos asaltar la buena fe de nadie al fijar en la nuevas normas superiores los mecanismos de su reforma. Éramos conscientes de que la convocatoria a la magna asamblea había sido, en mucho, pecaminosa. Como la Constitución de 1886 por ese entonces vigente no consignaba fórmula alguna que permitiera la convocatoria de una Asamblea Constituyente, para lograrlo, hubo que recurrir a lo que algunos han denominado un “dribling constitucional” o “amague institucional” (ver Decreto Legislativo Nº 927 del 3 de mayo de 1990; téngase presente el movimiento estudiantil “Séptima Papeleta”; ver sentencia 2214 del 9 de junio de 1990 de la Corte Suprema de Justicia. Algún aparte de su contenido lo dice todo: “La Nación Constituyente, no por razón de autorizaciones de naturaleza jurídica que la hayan habilitado para actuar sino por la misma fuerza y efectividad de su poder político, goza de la mayor autonomía para adoptar las decisiones que a bien tenga en relación con su estructura política fundamental”). Por este motivo, para evitar que nuevas reformas fueran el resultado de instrumentos ajenos a la Carta, como también con el ánimo de limitar las fórmulas para alcanzarlas, en el artículo 374 del Título XIII denominado De la Reforma de la Constitución se introdujeron con claridad las fórmulas. Reformas por vía del Congreso, por una Asamblea Constituyente o por el pueblo mediante referendo.
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Los temas que hay que introducirle a la Carta son tan evidentes que con seguridad no serán el obstáculo mayor
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Lo primero entonces que hay que tener absolutamente claro es la Constituyente no es una fórmula traída de los cabellos sino que es un mecanismo contemplado por la propia Constitución. Su artículo 376 la consagra. Artículo clarísimo por lo demás. Arranca señalando que “mediante ley aprobada por mayoría de los miembros de una y otra Cámara, el Congreso podrá disponer que el pueblo en votación popular decida si convoca una Asamblea Constituyente con la competencia, el período y la composición que la misma ley determine”. Fíjese el lector/ra que no se trata de una Constituyente abierta. Eso de que se sabe cómo comienza pero no cómo termina es de una inexactitud total. Cuando se indica que la ley señala la competencia, lo que manifiesta es que los temas a tratar se escogen previamente y se recogen en la ley. El período hace alusión al tiempo de duración de la Asamblea. La composición alude no solo al número de integrantes de la Constituyente sino a su reparto, es decir, así estos se elijan mediante votación popular, se puede establecer que la representación agrupe sectores de interés diverso: un número determinado de indígenas, igual de negros, sindicalistas, maestros, mujeres y agricultores; de representantes de partidos políticos y movimientos sociales. Podría preguntarse acá cómo es dable esto último con el actual sistema electoral. Pues bien, al indicar el propio texto constitucional que la Asamblea se convoca con la composición que la misma ley determine, se está facultando para que en esa norma convocante se establezcan los mecanismos necesarios para hacer la elección selectiva referida. Querer es poder. Y más si se procede con la Constitución en la mano.
Quede sí claro que como lo anota el artículo 376, “a partir de la elección quedará en suspenso la facultad ordinaria del Congreso para reformar la Constitución durante el termino señalado para que la Asamblea cumpla sus funciones”. Es que no podría ser de otra manera. Y señala igualmente el mismo mandato: “Se entenderá que el pueblo convoca la Asamblea, si así lo aprueba, cuando menos, una tercera parte de los integrantes del censo electoral. La Asamblea deberá ser elegida por el voto directo de los ciudadanos, en acto electoral que no podrá coincidir con otro”.
Lo difícil de todo lo anterior es el cómo ponerle el cascabel al gato. Por esto es necesario buscar un gran acuerdo nacional. Los temas que hay que introducirle a la Carta son tan evidentes que con seguridad no serán el obstáculo mayor. El reto está en sentar alrededor de la misma mesa a quienes por separado creen que solo él o ellos o ellas tienen la razón. Se nos olvida que apenas -siendo Dios generoso-, somos “briznas de hierba”.
Con este escrito no he pretendido nada distinto a aproximar un tema que en ocasiones asusta más que la violencia misma. Qué pena tener que decirlo: ello, por ignorancia. El próximo pretende aterrizarlo en el aquí y el ahora.