Por primera vez en Colombia, una obra de teatro se presenta en un Planetario. Se trata del montaje de Constelaciones, texto del dramaturgo inglés Nick Payne, protagonizado por Marcela Mar, Angélica Blandón y el actor mexicano Humberto Busto. Con un equipo de lujo, este trabajo cuenta, en sus créditos, con la colaboración en video del artista Santiago Caicedo, la música original del compositor inglés James Hammond, el aporte de las jóvenes creadoras Sasha Correa y Alexandra Arciniegas. Para completar la nómina, el espectáculo es codirigido por Fabio Rubiano y Sandro Romero Rey. Este último, en exclusivo para Las 2 Orillas, nos comparte sus notas personales, en las que se cuentan algunos de los secretos de esta exitosa experiencia escénica.
En temporada de jueves a domingo en el Planetario de Bogotá.
Escenario planetario
Uno de los malentendidos más frecuentes, ocasionado por el éxito arrollador de las series, es el de la palabra temporada. Alguna vez, mientras presentaba la obra de teatro Pharmakon de Carlos Mayolo en Casa E., protagonizada por la actriz Alejandra Borrero, una joven periodista me preguntó: “… y ¿qué sorpresas tienen para esta nueva temporada?” Le respondí, de la manera más amable, que la obra se había presentado en más de 300 ocasiones y que siempre había sido igual. En el teatro, de una temporada a otra no hay mayores diferencias. Al contrario, se trata, justamente, de establecer una partitura y de mantenerla porque, en el fondo, los cambios no son de temporada a temporada sino de función a función. Todo es igual en el teatro y toda función es diferente. Por eso los actores y todos los que lo rodeamos, aceptamos entrar en el juego de las repeticiones, ya que sabemos que, en el fondo, siempre estaremos viendo algo nuevo. Es el misterio del arte teatral y, durante siglos, se ha mantenido bajo dichos, dichosos parámetros.
El 6 de septiembre de 2018 estrenamos la ya larga “temporada” de la obra Constelaciones en la que, por razones del destino, que no es precisamente el que rige las reglas del azar, terminé codirigiendo, junto a Fabio Rubiano. El proceso ha sido intenso, fascinante y en extremo novedoso, nunca antes vivido en mis ya cinco largas décadas de piruetas sobre los escenarios. Comparto con ustedes, lectores voladores, estas experiencias de trabajo, una suerte de “traducción” de mis notas personales, donde procuro no perderme en los laberintos del tedio. Creo que tanto al público que asiste por mera diversión (que, en el fondo, es el público más importante) como el especialista en las ciencias del teatro o el estudioso en las artes de la física cuántica, les puede interesar.
Mi presencia en Constelaciones empezó, como ya dije, por las señales urgentes de la casualidad. Comenzando el año 2018 fui una noche al Planetario de Bogotá, a una de las proyecciones digitales apoyada por la música de una banda de rock. Dicha noche se trataba de algunas canciones de Metallica. Ese día pensé: “qué buen espacio para una obra de teatro”. El espacio convertido en espacio teatral. “La música es más grande que el universo”, pensé, al salir de la aventura sonora, donde el metal se combinaba con el infinito estrellado. En aquel momento no recordaba que mi amigo, el productor y abogado Francisco de Castro, ya me había comentado que estaba participando en una creación cuyo lugar de representación era un Planetario. El asunto quedó allí, hasta que una noche recibí la llamada fatal. Era Pacho de Castro quien me proponía formar parte del equipo liderado por la actriz Marcela Mar, entusiasta gestora que se había empeñado en sacar adelante una puesta en escena de la obra de Nick Payne, prácticamente desconocida en Colombia. Creo que no dudé en decirle que sí, a pesar de estar recién operado de los ojos y que mi visión era muy limitada. “Seré como el director ciego que representa Woody Allen en la película Hollywood Ending”, le dije. Y acepté. Leí el texto original en inglés, la versión española y la adaptación que había escrito Fabio Rubiano para nuestro entorno. Todas me entusiasmaron y me hicieron recordar viejos entusiasmos teatrales.
Con frecuencia me preguntan cómo se “codirige” una obra de teatro, en especial con un autor y dramaturgo que suele hacerlo con su propio equipo de trabajo. Siempre respondo que nuestros maestros del arte de las tablas han sido los principales cultores de la llamada “creación colectiva” y, por esta razón, no nos cuesta mucho esfuerzo articularnos en un proyecto donde son necesarias múltiples voces y miradas. Uno de dichos maestros es un modelo, tanto para Rubiano como para mí: Santiago García, director del Teatro La Candelaria. García no sólo ha sido actor, dramaturgo, metteur en scène, pintor, escenógrafo, crítico, sino un entusiasta lector y conocedor, como pocos, de los misterios de la ciencia, la física y la astronomía. En su apartamento tenía un “observatorio” donde dictaba lúdicas conferencias para sus amigos sobre las jugarretas del infinito y comentaba sus lecturas acerca de la física cuántica, la teoría del caos y el principio de incertidumbre. Sobre dichos parámetros, puso en escena la obra De caos & Deca Caos en 2002 y, en los tiempos en que realicé un documental sobre su trabajo, en 2006, continuaba ahondando en esas relaciones entre la ciencia y el arte. Una de sus citas pareciera marcarnos la ruta secreta hacia la puesta en escena de Constelaciones. Según García, James Gleick consideraba que: “el aleteo de una mariposa hoy en Pekín engendra en el aire movimientos que pueden transformarse en una tempestad al mes siguiente en New York”. De sus elucubraciones salieron obras como A título personal o Entre manteles, que marcaron un nuevo destino para el Teatro La Candelaria y, por ende, para nosotros, sus espectadores, sus espontáneos discípulos.
Por otra parte, estaba la idea de la fractalidad, que han desarrollado dramaturgos latinoamericanos como el mexicano Alejandro Ricaño. “Un fractal son unidades que tienen en sí la forma de la totalidad de un objeto”, decía García en una entrevista. Al leer Constelaciones comencé a sentir, desde la perspectiva de la joven escritura de Nick Payne, una nueva manera de contar una historia de amor y de dolor, donde la línea del planteamiento, el nudo, el clímax y el desenlace estallaba en mil pedazos, para darle paso a las repeticiones, las contradicciones, la ruptura de la lógica de los acontecimientos, la vida más allá de la muerte o las posibilidades infinitas de cualquier acto cotidiano. Cuando conversé con el equipo de Constelaciones guardaba este arsenal secreto en mi cartuchera, pero no lo puse sobre la mesa, porque ya llevaban un buen tiempo de trabajo y no quería llegar, como el convidado de piedra, a desordenar las fichas de un rompecabezas que comenzaba a armarse con sus propias reglas. No había mucho tiempo. El entusiasmo se instala cuando uno sabe que los actores no están buscando sino encontrando lo que se necesita. Y, cuando pasamos al espacio donde sucederían las representaciones todos, desde el coproductor Pedro Fernández, hasta los efectivos técnicos del Domo, nos dimos cuenta de que la nave deberíamos empujarla entre todos, a un mismo impulso, para poder llegar a la galaxia desconocida.
Odisea del espacio
La idea de hacer Constelaciones en el Planetario había sido de la actriz y productora Marcela Mar. Ella conoció la obra, en representaciones convencionales y se la imaginó, desde un principio, en el Planetario de Bogotá. Por supuesto la idea era, de por sí, un triunfo. Hacer Constelaciones en un lugar concebido para la pedagogía astronómica se convertía en un verdadero hallazgo para multiplicar las posibilidades creativas. Cuando conversé con los productores sobre mi vinculación al viaje, les conté mi aventura y mis anhelos viendo las proyecciones de Metallica y pronto, sin decirnos nada, nos dimos cuenta de que estábamos hablando el mismo idioma. Porque el espacio reescribe la obra. Cuando comenzamos la temporada, era curioso ver la reacción del público apenas entraba al Domo del Planetario. Aunque las sillas están dispuestas en círculo, frente al antiguo proyector de imágenes y con una suerte de sendero central, como el núcleo de un átomo, nadie se atreve, en un principio, a sentarse. “¿En dónde está el escenario?”, le preguntan a los acomodadores y los acomodadores parecieran indicarles que en el infinito sin estrellas. Desde el primer ensayo “en la locación”, todos sentimos que deberíamos acostumbrarnos a circunstancias especiales, circunstancias que no tenían que ver, de ninguna manera, con las representaciones comunes. Era parte del encanto. De entrada, para los actores había que considerar un esfuerzo adicional: a pesar de que los diálogos (en cada uno de sus fragmentos) era “realista”, el conjunto negaba su fidelidad al mundo de la vida diaria y deberían actuar sin escenografía. Quiero decir: la escenografía eran los planetas y las proyecciones diseñadas por Santiago Caicedo, realizador audiovisual (se le recordará por la memorable Virus tropical). Pero no habría silla, mesa, cama, lámpara. La vida cotidiana se sostendría en el inmenso vacío, como si los actores fuesen figuras en un paisaje metafísico, estrellas en la inmensidad de la Gran Pregunta.
Por otra parte, estaba el reparto. La obra original está concebida para una pareja heterosexual: Marianne y Roland. Desde el principio, estaba claro que Marcela Mar asumiría el rol de Marianne y, entusiasmada con los resultados del actor y director mexicano Humberto Busto en nuestro medio, se lo invitó a participar de la aventura. Humberto es un artista integral, cinéfilo, apasionado por su oficio y en constante disposición por reinventarse. Creo que tampoco le costó mucho trabajo decir que sí. Al presentarse limitaciones de tiempo entre los intérpretes, se optó por una solución que multiplicase la idea de los “multiversos” (en lugar de los “universos”) de la obra: el personaje de Roland sería alternado por una actriz. Para ello se escogió a la estupenda Angélica Blandón. Ella se ha convertido, con el correr del tiempo, en una particular intérprete “de culto” entre el público colombiano, plena de ambigüedad, misterio, inteligencia, humor y sensibilidad. De esta manera, Constelaciones se convirtió no en una sino en dos obras. A pesar de que los textos de Nick Payne no cambian (salvo los ajustes y los equilibrios propuestos por Rubiano), ver el montaje con Busto o con Blandón es una experiencia, a todas luces, distinta. Nos complace darnos cuenta de que hay espectadores que vuelven a ver Constelaciones, tan solo para descubrirla con el doble reparto. Y, en efecto, son dos piezas distintas. Más allá de la lectura “homosexual” (que, por supuesto, es un guiño provocador que alimenta la ambigüedad), ambos actores tienen su partitura específica, ambos juegan distintas tonalidades, uno de ellos es más íntimo, el otro más “teatral”, uno es más travieso, el otro más apasionado. Las dos propuestas funcionan. Me encanta estar allí, noche a noche, viéndolos a los tres, aplaudiéndolos en mi rol de espectador privilegiado, de aquel que ha compartido el edificio de la creación con cautela y que ahora vive el prodigio de atravesar ocho semanas con la nave espacial intacta.
Repeticiones
Es frecuente la pregunta de algunos espectadores: ¿cómo hacen para repetir lo mismo todas las noches sin aburrirse? El secreto es muy simple y no es una boutade para salir del paso: en realidad, ninguna función es la misma. Además, cuando el texto es excelente, los actores efectivos, el espacio fascinante, la música exquisita y los videos inmejorables, la repetición se convierte en un continuo ejercicio de resurrección. Por lo demás, los actores, como en el título de Sartre sobre Genet son, al mismo tiempo, comediantes y mártires. Aman su oficio y, aunque se peleen, se reclamen, refunfuñen o se celen, existe el pacto nocturno de subirse a la circunferencia del Domo y, durante una hora y quince minutos, someterse a salir disparados por el espacio. Es un misterio saber de qué manera funciona la energía durante cualquier representación. El mismo Santiago García intentó descifrarlo en una de sus obra maestras, Nayra (La Memoria) y nos dejó las mismas preguntas. Nadie lo sabe, porque el arte del teatro está compuesto por esas efímeras trampas de la casualidad y no queda más remedio que jugar con ellas, a pesar de que las marcaciones sean estrictas y los juegos se repitan sin mayores novedades. Siempre es igual para que nada sea igual. Al final de cada función, les hago la misma pregunta a los esenciales asistentes de la puesta en escena: Sasha Correa y Archie Arciniegas son implacables y, como filósofas barranquilleras, sueltan sin cerrojos sus opiniones. Siempre son bienvenidas pero, por desgracia, la suerte ya está echada. Una obra de teatro, apenas se inicia la temporada, ya no puede “corregirse”. Todo sucede demasiado pronto y hay que saber reajustarse sobre la marcha.
Con Rubiano descubrimos que esta obra nunca se ve igual, porque el espectador no alcanza a verlo todo. Cada ubicación implica ver una parte y esconder otra. A propósito, los micrófonos inalámbricos no son un salvavidas para los actores que no proyectan sus voces, sino un recurso en el que se escucha todo el tiempo, mientras la realidad, a propósito, se esconde. Además, la obra no sólo está determinada por la historia de Marianne y Roland, sino por lo que representan sus existencias en la mitad de la Nada. De esta manera, la obra se ha codirigido para multiplicar los ojos de los espectadores. Rubiano y yo mirábamos obras distintas. Y nuestras diferencias fueron complementarias, armónicas, apuntando hacia la esférica línea del horizonte. De cierta manera, aprendimos a establecer un equilibrio entre lo que se ha mal llamado “el teatro comercial” y el teatro “de pretensiones artísticas”. Ambos nos hemos movido en los dos mundos y sabemos que esas diferencias ya no existen, nunca han existido. Los tres actores han sido exitosos intérpretes de la televisión, del cine, de los nuevos medios audiovisuales. Los tres saben que, en el teatro, hay unos niveles de exigencia que no todos pueden permitírselo y que ellos lo han conseguido con una feroz disciplina diaria, casi sin descanso, donde no hay tiempo de pensar en las tristezas del mundo sino en las urgencias para seguir adelante. Porque, en última instancia, lo que importa en un artista es que tenga todas las herramientas para ser grande. Y eso solo se logra con muchísimo trabajo.
Hoy por hoy, es muy difícil sostener una “temporada” de teatro en Colombia. “La gente ya no sale de la casa por estar viendo series”, me decía, medio en serio y medio en broma, el director Santiago Caicedo. Es posible. Sin embargo, cuando se tienen resultados únicos, no importa que el Planetario no esté “caliente” para las representaciones. Hay una nueva vida que se va gestando noche a noche y hemos visto, con satisfacción, que el famoso “boca a boca” es la mejor campaña publicitaria para que un espectáculo se vuelva indispensable en una ciudad. “En Colombia todo hay que volverlo rumba para que funcione”, decía algún publicista desesperado. Por fortuna, con Constelaciones hemos conseguido armar nuestra propia fiesta, en el lado oscuro de la luna, como en el célebre álbum de Pink Floyd. Por cierto, la música de James Hammond, cereza musical del pastel escénico, les rinde tácito homenaje a Syd Barrett y sus discípulos. Quien ame, como yo, la aventura sonora de David Gilmour y compañía, sabrá soltar sus lágrimas a través de sus tiples y sus sintetizadores del principio del mundo. Así sí vale la pena regresar al teatro.
Cae la noche. Debo interrumpir estas líneas, porque me esperan en el Planetario. No sabré, no sabremos con qué vayamos a encontrarnos en la función de hoy. La historia de Marianne, física cuántica y Roland, apicultor, que se conocen, se aman, discuten, se celan, se confiesan sus dolores, mueren y regresan de la muerte, es tan solo un pretexto. En el fondo, muy en el fondo, nos estamos inventando un paliativo para soportar la desazón con las delicias del Arte. Puede sonar un tanto dulzón, pero las historias con abejas que vuelan de planeta en planeta suelen convertirse en mieles impredecibles. “Mierda”, decimos en el teatro, deseándonos suerte. Para cada función lo repetimos con una creciente sonrisa en los labios.