Rubiela Sarabia tenía 14 años. La mala situación de Ocaña lugar donde nació, obligó a su familia a trasladarse a La Gabarra. En esa época el corregimiento era el destino de muchos aventureros de todas partes de Colombia que venían en busca de fortuna. Los raspadores de coca, seducidos por la oferta laboral, atiborraban La Gabarra los domingos. Se estima que, en el primer trimestre de 1998, según datos de la Fundación Progresar, se movieron 28 millones de dólares. Salvador Sarabia, el padre de Rubiela, soñaba con el día en que pudiera darle un mejor sustento a la familia.
Llegaron ese domingo, justo el día de las madres, cuando sus primos le dijeron a la joven que salieran a divertirse en una de las múltiples discotecas agolpadas en una de las orillas del río Catatumbo. Salvador tenía un mal presentimiento. Había visto como desde la base militar número 30, que está ubicada al lado del río, los soldados habían bajado a La Gabarra a comprar comida, como si esperaran unos invitados misteriosos. Preocupado le dijo a Rubiela y a Sol Marina, sus dos hijas, que el ambiente estaba raro, que mejor se entraran temprano.
Bailaban animadamente cuando se fue la luz. Entonces, como si salieran de debajo de la tierra, empezaron a salir paramilitares encapuchados portando fusiles y disparando contra todo lo que se moviera. Había empezado la masacre de La Gabarra.
Esa noche de 21 de agosto de 1999, el bloque Catatumbo dejó su huella matando a 39 personas. Las hermanas Sarabia, corrieron por las calles destapadas de La Gabarra hasta llegar a una casa cuyas paredes eran de cartón en donde pasarían la primera noche en el corregimiento. Asustado, Salvador tomó a sus hijos de la mano, las metió debajo de la cama y empezó a rezar. En esa noche escucharon disparos, gritos ahogados y sintieron el olor de la sangre.
Desde ese día ni Rubiela ni el corregimiento volvieron a ser los mismos.