En los sistemas presidencialistas como el nuestro, los congresos legislativos resultan ser la pieza más importante de una democracia. Son el contrapeso a las decisiones del gobernante de turno para evitar el abuso de poder y la extralimitación de funciones.
El nuestro no. El nuestro es todo lo contrario. Es un apéndice en el que se apoya el gobernante de turno para instaurar, en la práctica, una autocracia. Entre sus funciones principales, el Congreso de la República tiene tres, que al igual que las demás, en nuestro modelo clientelista, no sirven absolutamente para nada. Una es la del control político, otra judicial, otra más una función electoral y, obviamente, la de hacer leyes, que deriva de su naturaleza legislativa.
La del control político es un chiste. O más bien una vergüenza. No, mejor una farsa. No hay debate, no hay estudio, no hay control. Todo porque los gobiernos de turno se aseguran las mayorías de cada cámara comprando los votos de los honorables padres de la patria a punta de mermelada. Ese postre inmoral y costoso con el que lubrican las maquinarias de los partidos que a cambio, se abstienen de criticar o votar en contra las iniciativas del gobierno. Es decir, los presidentes de turno montan dictaduras legislativas haciendo aprobar todo lo que les venga en gana y desaprobar todo lo que la oposición intente presentar. En este sentido, jamás ha cuajado una moción de censura, jamás ha cuajado un juicio político a ningún presidente, jamás ha sucedido que un congresista de la oposición vea aprobar un proyecto importante, de su autoría. Jamás pudieron los de la oposición detener un solo TLC, tampoco promover un proyecto educativo serio y menos tumbar a un ministro. Y no por que no quieran, ganas y capacidad les sobran. Simplemente no pueden, no los dejan, los aplastan, los borran.
Caso contrario, todos los engendros, jurídicos tributarios o económicos que presente el gobierno son aprobados a pupitrazo limpio. Los legisladores que han prevendido sus votos (congresistas prepago), ya saben por qué y cuando deben votar a favor o en contra un proyecto. Son robots vergonzosos que esperan el sonido de la campana para salir del lobby y pasar al recinto a votar. Sin la menor duda, sin leer, sin debatir. Saben que la misión es pagar esa entidad o esos puestos que les dio el gobierno y desde el cual aumentan considerablemente sus cuentas bancarias y sus caudales electorales. Entonces, ¿para qué el Congreso?
La otra función importante del Congreso es la judicial. La ejerce a través de la no menos vergonzosa “Comisión de Acusaciones”. Muchos le dicen jocosamente, por sus nulos resultados y su estruendoso fracaso: “Comisión de absoluciones”. Y no es para menos. Se creó hace más de cuarenta años y ha investigado más de cinco mil casos de los cuales solo ha fallado en contra uno (1). Es un nido de impunidad. Trampolín para enriquecer a sus 17 miembros. Fueron los mismos que, contra toda prueba, contra toda evidencia, incluso confesiones directas de sus protagonistas, fallaron a favor de Ernesto Samper el proceso 8.000 con el nefasto Heyne Mogollón a la cabeza, de quien se supo después, recibió, junto con los que votaron a favor de Samper, miles de millones de pesos en partidas de libre destinación para sus regiones (mermalada modelo 95). El último capítulo vergonzoso de esta comisión se dio esta semana, cuando el representante Yahir Acuña, quien llegó a la política de la mano de la Gata, se autonombró presidente, ad hoc, y se adjudicó en su efímero paso, los 350 casos de denuncia que existen en contra del expresidente Álvaro Uribe. Los que no estamos ciegos que, afortunadamente, cada vez somos más, sabemos con qué intenciones. Pero el problema de fondo es que con su llegada a la Comisión de Acusaciones, Yahir Acuña pasa de investigado a investigador, de sindicado a juez.
También debe el Congreso, dentro de sus facultades electorales, elegir procurador, contralor y miembros del Concejo Nacional Electoral. Una vergüenza más. Eligen a sus jueces naturales, mandando al carajo la independencia de los poderes. Y para blindarse por completo siempre votan por el más componedor. Ese que se presta para cerrar los ojos ante las hamponadas de quienes lo eligen. Con estas funciones, la separación de poderes, base primordial de cualquier democracia decente, se va a la basura. Para citar un solo caso, durante las pasadas elecciones presidenciales, los nueve miembros del Consejo Nacional Electoral pertenecían, todos, a la Unidad Nacional que eligió a Santos. ¿Dónde están las garantías? Por eso, todas las reformas electorales, solo maquillajes por conveniencia, jamás tocan de fondo el problema del fraude electoral.
También debe el Congreso aprobar los ascensos de generales y ya sabemos la manera torcida como se ha manejado el asunto. Y si a la inutilidad y pusilanimidad del Congreso sumamos su alto costo y los odiosos y multimillonarios privilegios que tienen sus miembros (25 millones mensuales, carros blindados, escoltas, armas, celular, Ipad, cuatro tiquetes aéreos por semana, 50 salarios mínimos a cada congresista para que nombre sus asesores, etc.), debemos hacernos muy en serio esta pregunta: ¿Para qué el Congreso?
En una columna anterior vimos que el funcionamiento del Congreso de la República cuesta más de dos billones de pesos a los colombianos. Ese gasto se justificaría si el ente legislativo trabajara, en verdad, por el bienestar de los colombianos. Si legislaran por los débiles, para zanjar los desequilibrios económicos de los más vulnerables. Pero no es así. Ellos legislan para las mafias, para los grupos económicos, para sus amigos contratistas. Es un hecho que la democracia representativa no existe. Todo se limita a un tráfico de necesidades que comienza por la compra del voto a los más ignorantes y necesitados y termina con la asignación de becas, puestos y contratos a quienes ponen el dinero par las campañas. Y las minorías que votan por políticos decentes, es decir aquellos que no venden su conciencia al gobierno de turno y que en realidad ejercen una oposición valiente, son tan poquitos, que no alcanzan a hacer mella a la “Unidad Nacional” (Cartel de clientelismo).
Todo esto sin contar que el Congreso se ha convertido en nido de ratas, escampadero de criminales que llegó a convertirse en toda una bacrim. Dominado por quienes trataron de refundar la patria a punta de masacres, mutilaciones, desplazamientos, chuzadas a opositores y la puesta de entidades como el DAS al servicio de esta causa criminal. De hecho, se cumplieron hace pocos días, los diez años de la visita de Salvatore Mancuso, ErnestoBáezy Ramón Isaza al Salón Elíptico, gracias al salvoconducto que les expidiera el gobierno de Álvaro Uribe. Y como era de esperarse, salieron aplaudidos, de pie y durante varios minutos. Sin olvidar que Pablo Escobar también ocupó una de sus curules. ¿Bandidocracia?
Es una vergüenza nuestro Congreso de la República, pero más vergonzante es que los colombianos toleremos sus abusos, toleremos sus privilegios, su pantomima costosa y su inutilidad, sin intentar, al menos su reforma. Desde este órgano se mueven los hilos de toda la mafia política que nos humilla y somete. Por eso a esta sagrada institución llegan, con contadas excepciones, los peores, los más vivos, los más ladrones, los más matones y criminales. Y preocúpense, no llegan a pasar vacaciones, llegan a hacer, nada más y nada menos, que las leyes de un país.