Confusiones (IV)
Opinión

Confusiones (IV)

Envenenó la liberación sexual, llamó amor el trabajo esclavo y ahora aprieta el nudo de la diversidad sexual

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julio 09, 2024
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A lo largo de las tres columnas anteriores con pretensiones pedagógicas dedicadas a la diversidad sexual, he tenido como objetivo aclarar lo básico en los conceptos de identidad sexual, identidad de género y orientación sexual. He hablado de distintas confusiones que también han hecho difícil el actual debate, muy hostil por demás, en el cual se han manifestado necesidades, sufrimientos, prejuicios y sanciones, ideologías e intereses de toda índole. Es tan terrible la confusión que por ejemplo, como ocurrió hace poco, a un hombre muy importante lo ven en la calle tomado de la mano con una mujer trans, lo cuestionan porque “perdió la majestad de su cargo”(!) y corre a aclarar que él es heterosexual. ¡Hágame el favor!

He resaltado de cada concepto lo más importante y he planteado preguntas acerca de varias confusiones que se mantienen por encima de la evidencia científica biológica, y más bien se arropan en prejuicios que convienen a un orden social al que le interesa que exista un concepto binario tal como el género para poder organizar la subordinación, precisamente de sexo, género y orientación sexual basada en esas diferencias.

Cierro en esta entrega con lo que yo considero la peor confusión de todas: equiparar sexo y género. Absurdo error, con consecuencias negativas para las poblaciones en disputa. Voy a contar una pequeña historia que explica, a mi manera de ver, cómo llegamos a esta confusión mayor.

A finales de la década de los sesenta el feminismo blanco, occidental, del norte, urbano, educado, con dinero y estatus, y heterosexual – conocido como el feminismo de la segunda ola-, trabajó para desentrañar una realidad inocultable por más tiempo: que era el sexo, ser mujeres, lo que nos subordinaba gracias a que se prescribía un género, el femenino, que tenía una función social: la reproducción, biológica y simbólica, con un lugar para habitar, la casa. También entendió que era allí, en el patio de atrás, donde se configuraban todas las restricciones posibles por el solo hecho de ser mujer que con el añadido de “femeninas” lograba el milagro aberrante: ya votábamos en unos países, algunas accedían a educación plena y de calidad, pero no teníamos soberanía sobre nuestro cuerpo, trabajábamos de manera gratuita e incansable y estábamos reservadas sexualmente al servicio de los varones.

A la lucha sufragista y educativa de la primera ola se sumó entonces la segunda ola, que reivindicaba la liberación sexual, que incluía el control sobre nuestro cuerpo con la anticoncepción y el aborto y el derecho a una sexualidad libre. Queríamos elegir y ser elegidas, leer y escribir para aprender, aprehender y decidir y desear para volar. ¿Mucho pedir?

Como lo primero que se develó fue esa ligazón artificial de sexo y género y se disecó el género con sus mandatos y jerarquías, las mujeres que empezaron a moverse institucionalmente para trazar agendas, organizarse como población civil y conseguir recursos afirmaron lo que se conoce todavía como como políticas de género. No era correcto, generaba mucha resistencia hablar de agenda de mujeres y niñas, agenda feminista. Aumentaba la resistencia patriarcal y se bloqueaban enfoques, proyectos y programas. Así fue como llegamos a conceptos tales como igualdad de género, temas de género, asuntos de género, perspectiva de género, estudios de género, académicas de género, salud y género, violencia de género… en fin, reinó el concepto de género y logramos entrar, por fin, al concierto, mainstreaming le decían.

Para apalancar el avance de nuestra emancipación las feministas nos replegamos e hicimos la concesión más dañina de todos los tiempos -bueno, así nos han educado siempre viéndolo bien ahora en perspectiva, para no perturbar ni en el ámbito público y muchísimo menos en el privado-. Nombramos nuestra agenda con el peor de los términos: género, nuestro cepo. Comprensible en ese momento: transigir para conseguir. Y disfrazamos a Caperucita Roja para que el lobo no se la siguiera comiendo. Y todo se nombró a partir de ese momento “agenda de género”. Craso error porque ligamos lo que el patriarcado ha querido siempre unir: el concepto de identidad sexual al concepto de identidad de género; y lo que ya sabíamos desde entonces, que la biología no tiene que ser destino y que lo personal es político, lo negociamos. Y nos ha costado muchísimo esa concesión.

En la década de los noventa se levanta una revolución en el seno mismo del feminismo cuando las negras, las mujeres del sur, las musulmanas, las jóvenes, las mujeres rurales, las pobres, las migrantes, las no occidentales y las lesbianas se preguntan por qué ellas no aparecían en la mirada de ese feminismo privilegiado de la segunda ola. Ese feminismo de la tercera ola, decolonial e interseccional que a buena hora reivindicó la diferencia, amplió la mirada e introdujo en el análisis que raza, etnia, religión, procedencia, generación y orientación sexual son factores clave a la hora de luchar por la igualdad de las mujeres, pero desestimó lo que sí nos identificaba como factor común: la condición de género. Pero el concepto de género no se cuestionó. Ya estaba instalada la confusión y también se plegó al engaño.

Me detengo un momento: nótese que no es lo mismo la identidad de género que la condición de género. Así como no es lo mismo la etnia que la condición de etnia. La condición, perdón por este desliz, la condición condiciona. Y eso es lo que a las mujeres nos condiciona atribuyéndonos un género. El femenino, el que secunda, la subalteridad que es consustancial a la condición de género.

Estamos en la cuarta ola, luchando contra la violencia machista y develando la desigualdad económica vía explotación económica. Pensamos que dicha violencia (VCM-Violencia contra las mujeres) es terrorismo y crimen de lesa humanidad. Y sostenemos que el patriarcado y el capitalismo se han lucrado del trabajo esclavo de las mujeres en la casa. ¿Mucho pedir?

Ganábamos espacio, se expandía el feminismo y aunque todavía ser feminista era un estigma, cada vez más se fortalecía la agenda a través de compromisos suscritos por casi todos los países del mundo: CEDAW, BEIGIN, ODM (consultar por favor) son la ruta para alcanzar la igualdad de género -así se llama hasta ahora, qué le vamos a hacer-.

Algo tenía que hacer el patriarcado con esta expansión. Estábamos ganando terreno y al machismo lo estábamos desnudando. En pelotas se veía muy feíto: así que vino un asalto peligrosísimo: de nuevo utilizó el concepto de género y nos enredó. ¿Cómo? consiguió hacernos creer que la inclusión era trans- formar para encajar. No es lo que no encaja lo que hay que transformar. Es la caja. Es la noción de género lo que hay que cambiar.


Hizo de la distribución del trabajo doméstico y las tareas del cuidado un acto de amor cuando es una explotación inmisericorde


Ya había logrado envenenar la liberación sexual y logró convertirla en trata normalizada para la prostitución, alquiler de vientres y pornografía de alto impacto en la educación sexual, vistiéndola de libertad y autonomía. Después hizo de la distribución del trabajo doméstico y las tareas del cuidado un acto de amor cuando es una explotación inmisericorde. Y ahora aprieta el nudo de la diversidad sexual para transformarla dizque en inclusión con el sofisma de que quién no se siente a gusto con el mandato de género que recibió desde el nacimiento es que nació en el cuerpo equivocado, y debe trans-formarse para encajar -“inclusión” le llaman- en una de las dos hieleras.

Para lograrlo el patriarcado manipuló y explotó la subalteridad gay. Les concedió a los hombres homosexuales un lugar (obviamente el que el patriarcado decida) y a aquellos hombres femeninos otro lugar, no es casualidad que fuera precisamente el de las mujeres, so pena de tener que transformarse para ser aceptados. De la trans-formación viene el imperativo de la transición: trans social, hormonal, quirúrgica. La afirmación de género se llama y crea todavía más confusión. Basta mirar al aire la transición del femenino al masculino: no es estruendosa, no genera debate. Por qué?

En apariencia el patriarcado heterosexual se liberaba de esencialismos y abría las compuertas cuando hacía todo lo contrario. Las cerraba afirmando nociones que son categorías. Y fortaleció el concepto de género, una categoría, constituida por un conjunto de características. Hielera rosa y hielera azul. Lo de fluido e incluyente es un engaño. Pura exclusión, disfrazada de inclusión. Y nuevamente las mujeres concedimos con ingenuidad. Entonces aparecieron nuevos insultos, ya no somos feminazis sino TERFAS, ya no somos incluyentes sino excluyentes. Y a coro vanaglorian el cepo.

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