Nací en Medellín, crecí poniendo oreja a las explosiones repentinas, buscando diferenciar entre los autos viejos, las papeletas de pólvora de los pelados y la bala. La vida de muchos jóvenes se fue en el instante que había para diferenciar entre los tres sonidos, a las mujeres les quedaba elegir entre tirarse al piso o salir a buscar los infantes que aun así solíamos jugar en la calle.
De adolescente veía a los “señores” del barrio mandar, y después relevados por los “muchachos” (llegados de no sé dónde), algunos hasta se quedaban a amanecer en mi casa, en mi cama, donde a veces también guardaban sus armas. “Señores” y “muchachos” imponían su ley.
Allá tuve mi primer grupo de amigos; jóvenes que en un principio nos reuníamos a compartir tanta juventud, bailar, tomar, fumar, cosas que no dañaban a nadie, pero que a los “señores” no les gustó, y en nuestro afán de libertad para hacer y ser resultamos siendo señalados como combo, por ende, castigados. Algunos huimos, otros y otras no alcanzaron y unos pocos efectivamente se armaron. Ese ciclo sucedió muchas veces en los diferentes barrios donde habité, incluso en un mismo barrio cada pocos años habían cambios en la organización armada, lo que no cambiaba era la bala y los atropellos constantes a la gente común.
Mataron a casi todos mis amigos, violaron a casi todas mis amigas, a mí me persiguieron por el monte… Y llegué a otro morro, donde hicimos unas casitas con costales y colchas de tela, sin agua, sin baños, sin comida, transporte o esperanzas, pero en cambio sí teníamos mucha bala; desde el barrio de abajo bala, bala desde el monte arriba, bala en el paradero del bus que pasaba menos lejos del morro, bala en los cruces entre barrios… Bala por todas partes en la ciudad, bala en los pueblos donde se quedó la parte de mi familia que nunca emigró a la ciudad.
Entonces de repente apareció el salvador, no había escuchado de su existencia hasta entonces, pero su lema “mano fuerte, corazón grande” me conmovió, ese era el padre que necesitábamos; un hombre que como nosotros hubiese sido víctima de los asesinos, con la disciplina de arreglar las cosas, pero con un corazón en el que cupiéramos todos, que con su fuerza disciplinara el país, como un padre amoroso que en realidad quiere lo mejor para sus hijos. Le creí a su discurso, y estrené mi cédula votando a la presidencia por él.
La pobreza, la violencia y la ignorancia era tan inmensa que no había podido yo hacer una lectura de mi entorno, estaba tan introyectada en mí la violencia que no me había ni preguntado por la naturaleza de las balas que esquivé mientras crecía, por eso cuando Uribe afirmó que los causantes de tanta muerte eran la guerrilla, yo le creí, puse mi confianza en él y lo elegí para que me defendiera y protegiera de los “señores” y los “muchachos” con los que había convivido toda mi vida. Él me defendería de ellos, “la guerrilla”.
Voté por él, pero en los ranchitos seguimos con la misma hambre, y una tarde esas balas que toda la vida me habían pasado rozando, se hicieron advertencia directa y tuvo que salir mi familia huyendo de su ranchito sin baño hacia el pueblo. En la huida dos de mis hermanas murieron.
Pasaron los años, gracias a mi presidente Uribe las cosas habían mejorado; la vida seguía igual, pero la bala dejó de ser común, dejamos de ver a los “muchachos” armados patrullando las calles o parados en las esquinas, ya las balas se empezaron a manejar discretamente.
En el 2007 me invitaron a unos talleres feministas, y allí comencé a cuestionarme la validez de los “muchachos” como agentes de orden y seguridad en mi barrio. Al siguiente año ingresé a la universidad, y allí no me podía creer las cosas que escuchaba acerca del buen presidente Uribe. Por supuesto que a otros estudiantes no les creí, esos tenían pura pinta de guerrilleros. Me parecían detestable esos pendejos que sin saber lo que era meterse al monte, comidos el cerebro por el discursito de la guerrilla, los ensalzaba como si fueran nuestros salvadores, cuando yo que había vivido en barrios tomados sabía de sus prácticas violentas. Uribe me había mostrado que la guerrilla había sido la culpable de la opresión en mi barrio, la culpable de tanta muerte, a esos simpatizantes de la guerrilla los despaché rapidito (y aún lo hago).
Entonces en clases se hicieron análisis de la historia de mi país, me mostraron pruebas de intervención de mi presidente Uribe en las masacres, y de cómo su política de “mano firme y corazón grande” como presidente y sus actuaciones políticas anteriores habían tenido parte en la violencia de mi vida. Al comienzo no lo podía creer, había estado siempre envuelta en una burbuja de ignorancia y violencia, aplicaba a la perfección la consigna que tan promulgada era en mi entorno “entre menos sepa más vive.”
Apliqué toda objetividad a los análisis en mis clases, leí investigaciones sobre actualidad, historia, economía, política, asistí a conversatorios y comencé a preguntar a familiares y amistades por las violencias cotidianas, pasé del chisme "mataron a fulanito, quién sabe qué habrá hecho" a preguntar por el dónde, quiénes, por qué.
Muchos años después de haber votado por mi defensor Uribe, venía a entender que la multiplicidad de violencias que había cargado toda mi vida no habían sido algo natural y que un enorme porcentaje de ellas mi presidente Uribe había tenido injerencia. Entendí que muchas de esas veces en que fuimos víctimas, no fue culpa de la guerrilla como afirmó él, sino de sus grupos paramilitares que gracias a sus políticas desplazaron, torturaron, asesinaron y violaron a gran parte del país.
Confieso que siendo víctima fui tan ignorante de mi propio contexto social e histórico que creí en Álvaro Uribe Vélez y voté por él para que me salvara, desconociendo que él mismo era parte fundamental de mi victimización, y que con mi voto le di poder para que su violencia nos alcanzara a más colombianos.
Hoy siento una vergüenza gigantesca, y comprendo que mi voto es responsable de la miseria de mi país; no me informé, no leí, no investigué, solo me dejé llevar del miedo y por eso creí en Uribe. Hoy ya sé que Álvaro Uribe Vélez es un genocida y que no está bien esta falsa paz que instauró en mi ciudad, en la que además de tener que financiar el paramilitarismo por la vía legal y la instaurada por ellos con sus vacunas, tenemos que acatar sumisamente sus intervenciones incluso en nuestras vidas privadas, donde son testigos, acusadores y justicieros.
Toda esta violencia envuelta en el silencio, y lo comprendo, tenemos miedo. Lo que no entiendo es cómo aún en el presente siendo víctimas actuales del paramilitarismo podemos seguir votando por Uribe y sus secuaces. Somos entonces tan responsables como nuestros victimarios.