Desde que tengo uso de razón política, mi apuesta ciudadana, cada vez que he votado en las elecciones colombianas, ha sido un poco la misma que aplico de manera instintiva cuando tengo la oportunidad de ver una pelea de boxeo. Es esa tendencia de irle siempre al que está perdiendo o al que sabemos que morderá la lona dando tumbos erráticos por el cuadrilátero con los ojos perdidos mientras nos mordemos el puño con los ojos aguados.
Es la verdad. Eso mismo he hecho en cada una de las elecciones en las que he votado desde mis primeros años ciudadanos. Siempre lo he hecho por el candidato menos opcionado, por aquel por el que uno siente, no solo simpatías políticas sino por el que tiene la certezas de la razón histórica y porque interpreta el sentido ilusorio de un nuevo país. Es una odiosa mezcla, lo sé, de lástima y convicción política. Una insobornable fascinación por el fracaso. Vainas de uno.
De esa manera, cada vez que en unas elecciones presidenciales nuestra despalomada izquierda inmolaba un candidato, allí estaba yo ejerciendo con la más firme abnegación mi derecho a soñar, haciendo fuerzas por el triunfo, pero con el pálpito secreto de que no llegaríamos a ningún Pereira. Todas las veces fue así. Y siempre tuve la razón. A mi pesar.
Recuerdo con dolor la experiencia aquella de Firmes con el maestro Gerardo Molina, cuando estaba ya mascando el agua y no quedaban casi rastros de su brillantez. O aquellos días aciagos del aguerrido magistrado Jaime Pardo Leal, con quien tuve el honor de trabajar cuando él era presidente nacional de Asonal-Judicial y yo tesorero de Asonal en Barranquilla; O la, en apariencia, alegre y optimista campaña de Bernardo Jaramillo Ossa, mientras confesaba cómo sentía la muerte respirándole en la nuca; o el delirio poético y la ilusión desmedida que nos rodeaba los corazones y las mentes cuando Carlos Pizarro no había subido todavía al fatídico vuelo que aterrizaría violentamente nuestros sueños.
Y desde luego, los entusiasmos muy distintos que inspiraron a su turno las experiencias de Carlos Gaviria, con aquella votación histórica en la izquierda colombiana que nos significó de nuevo la desgracia de soportar Uribe; y la de aquel segundo Antanas Mockus de la Ola verde que vimos hacer trizas nuestras pobres esperanzas cometiendo errores infantiles e inocentadas de filósofo despistado que se dejó meter los dedos en la boca en medio del engañoso delirio de unas redes sociales que lo sentaban seguro en el solio de Bolívar.
Ese ha sido el itinerario de mi voto.
Ahora, cuando nunca antes una elección en Colombia ha sido como un palito sucio de mierda; que no hay por dónde agarrarlo, me enfrento de nuevo a esta mi tragedia personal con mi desvalido voto. No tengo la menor duda que mi más indiscutible simpatía y convicción están del lado de este dúo doblemente histórico que encarnan Clara López y Aída Abella, porque son el claro ejemplo de un gesto inteligente y maduro que no suele tener a menudo la izquierda colombiana. Y porque son dos mujeres cuya personalidad y trayectoria está probada suficientemente en la arena política en la historia reciente de este país; la una, Clara, lúcida, segura e informada, la otra, Aida, con un discurso limitado y esquemático, pero con ejemplo de vida e ideas firmes.
Ellas dos encarnan una propuesta que está muy por encima de la de una reina de belleza (¿?) venida a más como Martha Lucía Ramírez, sin ideas ni encanto; o por encima de Zuluaga, un inexperto zorro que le maneja el sable a un viejo zorro, mil veces ya desenmascarado, que ejerce con descaro su derecho a la deshonra como un astuto Dr. Mata. Y por encima de Peñalosa, que sin duda convence pero que no inspira confianza.
Pero no están, y hay que decirlo con dolor, por encima de la inminente paz que todos queremos, y que está siendo el resultado de la obstinada ejecutoria de un Santos que se ha tragado todos los sapos de estos diálogos de La Habana y ha resistido todas las aguas sucias del desprestigio para hacer posible lo que un importante sector de colombianos no quiere ni soporta. La idea de que este país se asome después de sesenta años de guerra a una experiencia nueva que es la paz, para la cual hay que cambiarse el sombrero y la cabeza y así poder entender un nuevo país de muy otro modo. Y allí está lo difícil.
De manera que, así me repudien tantos buenos amigos que yo quiero, y que sé que tienen sus manos sobre otros números de la mesa, en esta ocasión mi corazón está con Clara pero mi voto está con Santos.