Confesiones de una ninfómana de Facebook

Confesiones de una ninfómana de Facebook

La escritora Lelia Almeida se hizo pasar durante meses en la red social como una obsesiva por el sexo logrando medirle el aceite a sus desaforados amantes

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noviembre 02, 2015
Confesiones de una ninfómana de Facebook
Leila Almeida - Foto: Laura Rangel Palavraria

Escribí una novela llamada Anémona Bristol que cuenta la historia de un mal blogger. Era tan malo y tan ruin, que dicho personaje termina, por esta razón, ganando gran popularidad. «Anémona Bristol» es el seudónimo de Ítala Azucena, una escritora fracasada que se pregunta por qué las mujeres tienen tanta dificultad para escribir humor y erotismo.

Para la construcción del personaje creé en algunas redes sociales, desde hace muchos meses, el perfil de Anémona Bristol, que es una especie de mujer fácil pero distraída, voluptuosa y nalgona. Con eso podría chatear con hombres adultos de todo el país durante toda la noche, y me encontré con un universo peculiar. Peculiar y familiar, si me hago entender. Porque lo que tiene la red es lo que tiene la vida real en la mesa de un bar, o un pub, en el trabajo, en cualquier lugar donde las personas viven y conviven. E incluso después de haber leido a muchos expertos en citas y encuentros amorosos en Internet, no soy capaz de teorizar sobre el tema. Mi pregunta, que es la misma de Ítala Azucena, es simple: ¿por qué las mujeres no escriben humor y no hablan de sexo?

Descubrí algunas cosas que todo el que navega sabe. Rápidamente serás llamada con nombres de lo más originales como «nena», «princesa», «hermosa» y «querida», lo que de por sí es una idiotez. Estoy hablando de los hombres, pero quiero decir que también hablé con muchas mujeres y la idiotez es la misma, con sus «querido», «bombón», «mi príncipe», «lindo», etc. Muy poco dura la formalidad, y tanto menos tarda la criatura en preguntar «¿en qué lugar te encuentras?». Se aprende a escribir «Nah», «te kiero», «um», este otro lenguaje que la gente de mi edad necesitan aprender y cualquier persona de 30 años domina a la perfección, intercalados con caritas con la sonrisa para arriba, o para abajo, corazones rojos palpitantes de muy mal gusto, vídeos de besos de lengua completamente artificiales, bromas horrendas y videos de YouTube con canciones como «Have you ever really loved a woman?» de Bryan Adams, «My Heart Will Go On (Live)», de Celine Dion, «Frívola», de Reginaldo Rossi o el «Toda una Mujer», de Wando. La formalidad dura segundos, usted dice que está escribiendo, el otro también, le dirán que su ciudad es hermosa y tiene un gran deseo de conocerla, pregunta si usted está casada, él casi siempre dice que está casado, pero que por los reveces del destino está encantado con su perfil. Algunos pocos alcanzan cierto grado de sofisticación espiritual diciendo que sienten tu energía y especulan sobre cuán mágico es identificarse con una persona sin conocerla, después de todo, nada es por casualidad, apelando a expedientes relativos a la sincronicidad de Jung o al repertorio astrológico.

Después de los breves segundos de cordialidad, entra directamente, se descontrola desvergonzadamente y pueden leerse joyas muy originales como «agárrame el pene», «cógeme la verga», «dame tu culo», «te la chupo toda», y demás procedimientos por el estilo. Hay un patrón: el momento de finalización de la formalidad es el comienzo de la acometida, de inmediato te pregunta por tus fantasías más secretas y, sin ni siquiera haber leído lo que puedas haber escrito, declara que desea, sin más preámbulos, tu culo. Y es que la única gran transgresión sexual de la muchedumbre de machos brasileños, no importa le edad, desde Oiapoque hasta Chuí, es comer un culo. Piensen lo que quieran, yo no interpreto nada, sólo soy una escritora que escucha y escribe. Yendo a nivel internacional, los portugueses piden «comerte a gatas» (es decir, en cuatro) cuando no quieren rozar tu «coño». Y fue en este punto que tuve que comparar el vocabulario de unos con otros, porque, más allá de las diferencias, incluso transcontinentales, había otras de diversos órdenes que me desanimaban y me impedían seguir hablando con los hombres adultos que hablaban de su pitico, o de las mujeres mayores que hablaban de su cosita.

Alicia Steinberg, una de las escritoras argentinas más brillantes de nuestro tiempo, escribió una obra maestra llamada Amatista, que fue finalista de un importante premio de literatura erótica, La Sonrisa Vertical, y que, por desgracia, nunca se ha traducido al portugués.

Steinberg, en Amatista, crea un diálogo entre un psicoanalista y un paciente que nos hace leer el libro de principio a fin, sin respirar. Toda una perfección. Es también una reflexión sobre el la literatura erótica, en la que dice que los argentinos no tienen el más mínimo problema para decir que son muy liberales, y que copulan mucho y con quien les plazca, pero no pueden decir con la misma abnegación y orgullo que son grandes pajeros. Que ella pueda hacer literatura erótica, y tener un público lector interesado, significa más o menos lo mismo que realizar una masturbación colectiva. Difícil es hacerlo con la perfección que ella alcanza. Porque si creemos que el acto en sí mismo es un mecanismo simple que obedece a movimientos de entrada y salida, subir y bajar, no hay entonces manera de convertir esta sencilla dinámica en algo interesante o emocionante.

Según informes, la población brasileña utiliza un promedio de sólo 4.000 palabras de cerca de 300.000 entradas que registra el Diccionario Houaiss. Puedo garantizarles que el asunto debe estar limitado a no menos de 50 palabras vulgares en el vocabulario de la red, ya que la práctica me permitió también contabilizar esta precariedad cuantitativa. Anémona Bristol y yo estábamos buscando posturas, posiciones y sobre todo el vocabulario, entendiendo que hay maravillas en la lengua portuguesa, palabras mimosas y tan sugerentes como «côncavo», «baba-de-moça», «vara»”, «pomba», «rombudo», «badalo», «rola», «ferro», «estojo», «urna», «cava», «cona», «bainha», «vagem», «berbigão», «castanha», «carlotinha», «crica», «dedo-sem-unha», «dente-de-alho», «espia-caminho», «hastezinha», «pevide», «pito», «pinguelo», «sambico», «mitra», «cabaça», «monte-de-vênus», «larga», «aguada», «apertada», «arrombada», «bela», «perseguida», «bochechuda», «cabeluda», «crespa», «pentelhuda», «preta», «suada», «boca-do-mato», «brecha», «caixinha de segredos», «canoinha», «cova», «devora cobra», «lanho», «cofre», «ninho-de-rola», «rego», «escrínio», «aranha», «bacalhau», «barata», «bichana», «lacraia», «mosca», «passarinha», «perereca», «pomba», «rola», «ursa», «touceira», «cebola-quente», «barbiana», «romã», «rosinha», «xexeca», «xoxota», «breba», «buça», «búzio», «ferrolho», «ganso», «rodela», «bronha», «mastruço», «gruta», «porongo», «estrovenga», «bagos», «bimba», «pimbinha», «bilola», «bilunga», «bastão», «fole», «bífida», entre otros.

En cuanto al vocabulario erótico en la red, se puede concluir que no hay nada sorprendente o invitan a la reflexión, o lo que tenemos es de una pobreza atroz.

Es importante aclarar que lo que me interesaba era la historia de la cosa, el discurso mismo, y que, por tanto, el embiste duró el tiempo exacto en que las criaturas soportaron mi dulce culo; pero sin webcam, porque con ella, las palabras, que era lo que buscaba, desaparecerían inmediatamente.

Estuve horrorizada en las primeras semanas por la facilidad con la que los machos preguntaban «¿Ud quiere ver mi pene?» ¡Guau! ¡Cuánto aman los hombres a sus miembros! Esto es realmente digno de atención y estudio. No sé de ninguna mujer que tenga tal obsesión y afecto genuino por sus partes privadas.

Aprendí otras cosas importantes que haré parte de mi vida y, como yo soy buena, voy a compartirlas con usted, lector. En la Red, como en la vida, siempre hay uno que ama más que el otro, uno que se dedica más, que se esfuerza más. Reconozco que mi ejercicio literario, donde el espíritu de puta se mezclaba con el de antropóloga-asistente social, propició momentos maravillosos para algunas criaturas, con la riqueza de detalle que requiere la descripción de una buena felación o el cunnilingus eficiente, y la criatura disfrutaba con un simple «¡kasdhjoiwqfksfiowyhwndkshoaidiwhdlwqn!» Disculpe, ¿no es acaso mucha pereza, verdad? En la vida real deben ser de esos perezosos que dejan a una mujer con el RSI (lesiones por esfuerzo repetitivo) en ciertas situaciones donde se requiere el compromiso y la perseverancia. El sexo en la Red es una torpeza —te lo garantizo— al igual que en la vida real, que casi siempre es demasiado complicado.

EL MIEDO A LOS PERROS, MI PADRE

Hoy sé que el miedo es frío, como metálico. Como debieron ser los rieles por donde se deslizaba el tren que llevaba a las mujeres de la familia, para hacer el procedimiento, en el otro lado de la línea divisoria, en la frontera. El procedimiento se realizaba siempre lejos de casa para no dejar pistas. Es así desde que el mundo es mundo. Y no va a cambiar. Volverán siempre quebrantadas todas ellas, el cuerpo inclinado en movimiento desarticulado por cólico como una caracola vacía, almas secas. Así es como todos no sentimos hoy en día, a pesar de no hablar mucho sobre el tema. Hace frío, me dije. Es el miedo. Es frío. Como los rieles que son cual los objetos afilados utilizados en el procedimiento.

Cuando me desperté, vi un crucifijo en la pared blanca, incluso pensé que estaba en el cielo. Una monja se acercó, me acercó una toalla higiénica y me dijo que me podía ir, y que la fórmula médica estaba dentro de mi mochila. Me deseó buena suerte. El hierro de la cama antigua y los objetos cortantes, los rieles, el miedo frío y metálico.

Mi amiga me estaba esperando en el interior del coche. Abrió la puerta con cuidado y me ayudó a sentarme y abrocharme el cinturón. Cuando regresamos a casa le dije que una vez que tuviera el dinero… Ella me dijo que no me preocupara, que la gente siempre hace eso por alguien, que en eso está la paga, es así como pagamos, dijo. Té de manzanilla, una pastilla, la cama y un frío que no pasa. Soñé con ese día en que tú eras una niña, desde entonces cuando pienso en ti, pienso en una niña —por el sueño debe ser—. Mi madre y mi abuela no tuvieron tanta suerte en el viaje de vuelta al procedimiento. Se agitaron en el tren muertas de dolor, y tuvieron que preparar la cena para los niños y sus esposos, y continuar el rumbo de sus vidas. Una vida tan agetreada que apenas si recuerdan ahora, y tal vez por eso se fueron sin saber lo que me contaron sobre ese día. ¿Qué pasa con todos los demás que se repitieron durante toda la vida, cuando tomaron el tren sin saber si serían o no devueltas para preparar la cena? Era así en aquel tiempo, me decían. Y el tono de la voz de mi madre se hacía más bajo, y el de mi abuela, más metálico.

A diferencia de lo que les sucedió a ellas después del procedimiento, fui en automóvil por la misma carretera a la casa donde ahora viven mi padre y unos perros guardianes. Fui allí para descansar. Hay bosques sobre los rieles y la máquina está oxidada cerca de la estación. «Diles que son cólicos menstruales, esa es siempre una buena explicación. Y así puedes irte a la cama sin dar mucha explicación», me aconsejó mi amiga. El tiempo pasa y el procedimiento es siempre el mismo: Las agujas de tejer o de croché cruzadas, el té, los raspados mal hechos, muertes.

Es el miedo frío y ácido. No reconozco el olor de mi cuerpo. Sudo y tirito de frío. Mi padre toma mate en frente de la chimenea, mientras una voz grave de hombre vuelve monótono el noticiario de Radio Belgrano de Buenos Aires. Mi padre se duerme al pie del fuego. Abro la puerta y salgo en la noche helada envuelta en un poncho espeso. El inmenso cielo, el campo que parece un mar, la higuera. Sentarse cerca del columpio roto y llorar en voz baja. Los perros comienzan a ladrar. ¡Cuzcos de mierda! —Papá siempre decía— un día acaban con una vida y es a mi a quien le complican las cosas. Están furiosos. Empiezo a sudar bajo el peso de la ruana y siento un líquido cálido corriendo por entre mis piernas. Recuerdo que pensé: la bolsa se rompió, pensé que tú ya ibas a nacer. Un engaño como la fulgente estrella fugaz en aquella inmensidad, en aquel campo. Tú ya no existías más. La sangre que fluía eras tú no siendo. Me puse a llorar entonces y lo que salió de mí era como un maullido que hizo enloquecer más a los perros salvajes. Entonces oí la voz de mi padre, ¿dónde estás, hija mía? Preguntó entre enojado y asustado. Yo dije, tengo miedo de los perros, tengo miedo de morir. Él dijo, vamos para la casa , quédate tranquila que ellos se van a sosegar también. Casi no podía caminar. El dolor me recorría como un tren veloz pasando sobre mí. Pero la voz de mi padre me aseguraba que si yo me quedaba quieta, todo estaría bien, que los perros ya se habrían de calmar.

Cuando recuerdo aquel regreso a casa, a su lado, tengo una sensación extraña, hija mía. Si se me permite llamarte así. El silencio se adueñó de mi vida, como cuando uno baja el sonido del televisor en una película de terror o de suspenso para no tener miedo. Todo estaba bien entonces. Los ladridos de los perros fueron disminuyendo dentro de mí y mi vida se llenó de silencio, y de todo lo que el silencio puede guardar, la culpa, la vergüenza, el miedo, estas cosas de mujer. También de un anhelo que no entiendo. Una vida sin sus ruidos, hija mía.

Una que otra vez sueño con los rieles y los objetos del procedimiento que a veces brillan y a veces no, como un rayo en la oscuridad. Y luego recuerdo que un día tú estabas aquí. Y para que todo esté en paz de nuevo, vuelvo a dormir y olvidar. Mi padre tenía razón, ahora lo puedo decir, el silencio es un santo remedio. Un remedio que hace que las personas se calmen y tengan la certeza de que la gente no vale nada.

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