"El primero de los Vallejo que conocí está muerto. Era tan bello y tan provocador que se pegó un tiro con el mismo revólver que dejaba en la mesa de noche cuando se desnudaba para demostrarme su capacidad amatoria. Al otro Vallejo, Fernando, lo empecé a leer con tanta devoción como lo he seguido haciendo casi 30 años después. Lo conocí en Ciudad de México. Ya pensaba lo mismo que yo pienso de la educación que los salesianos nos dieron. Hace unos días volví a verlo. Los años no han pasado en vano. Somos apenas un reflejo vago de la donosura con la que conquistábamos efebos. Pero no hemos perdido la chispa.
Vallejo siempre ha escrito mucho mejor que yo. Él posee una finura de lenguaje y una estricta marcación gramatical como si hubiese nacido en las épocas del señor Caro. Yo escribo como hablo, sin cuidar la procacidad. Pero acertamos en encontrarnos en el mismo criterio frente a este país. Claro, Vallejo escribe como buen paisa, movido por la venganza. Yo lo hago impulsado por la felicidad. Él tiene una visión negativa del mundo, pero toca piano como Chopin. Yo tengo oído de artillero. Él monta los dramas continuamente como en Casablanca, su mejor novela. Yo vivo el drama de estar en la provincia, de opinar todos los días sobre lo que está pasando y correr el riesgo de un disparo o de una granada debajo del carro.
Encontrarnos en esa Casablanca, la casa que reconstruyó en el barrio de Laureles, a la vuelta de donde vivía María Cecilia Ferrer, mi novia universitaria, fue volver a oler el sudor de Darío, su hermano, y de saber que los dos, él y yo, hacemos cola para pasar al panteón de los condenados por decir la verdad de un país que no le gusta que le esculquen sus entrañas."
Gustavo Gardeazábal