Con el fin de que nadie lo olvide y de que todos lo recuerden, voy a relatarles cómo alguien perdió un premio a principios de los años sesenta del siglo XX por un errado juicio de tres cegatones jurados, incapaces de distinguir entre hojas vivas —aunque ya muertas— y hojas de burdo plástico. Ojalá concuerden conmigo en que fue un increíble y flagrante error.
Debo aclarar que en esos años era muy común el paseo a las zonas rurales con el único fin de arrancar musgo, lama y quiches o bromelias de todos los tamaños y verdes para armar los pesebres; estaban lejos, muy lejos entonces, los días en que, al menos, se intentara defender la naturaleza. Mirando hacia atrás, sorprende que todavía sea posible ver musgo, lama y quiches en algunos sitios porque todos, adultos y niños, “asesinábamos” cada diciembre incontables especies vegetales para adornar los nacimientos.
Pero bueno (o malo), volvamos al premio tan injustamente perdido: todo sucedió de la siguiente manera.
Para empezar, no paso por alto la frase consabida de “érase una vez” y para reforzarla, la repito: “érase una vez” un pueblo pequeño en donde, mientras un gobierno del Frente Nacional comandaba la nación y esta parecía encaminarse a un futuro de amor y paz alternando el poder entre azules y rojos, cientos de vecinos armados de azadones, costales y palas desvestían inmisericordemente las frías colinas cercanas al salto que midieron el español Mutis, el alemán Humboltd y el granadino Caldas.
El paseo arboricida, “lamacida”, “musgocida” y “quichicida” era fiesta para todos. Veíamos sí las cuevas hermosas; los riachuelos cristalinos; las flores multicolores que adornaban los caminos de tierra y piedras; y les sonreíamos a muchos mineros encorvados que ganaban su amargo pan en los oscuros socavones; sin embargo, el único propósito del viaje era desvestir lo que natura había vestido en miles de años… La alcaldía del pueblo mío patrocinó abiertamente tal depredación en ese 1962, porque se le dio por entregar un premio al pesebre más bello y al árbol más vistoso.
En la mediana casa de dos pisos (como en muchas) se levantó un nacimiento de Jesús tal y como la tradición desde Asís lo pintaba: un exquisito y españolísimo portal de yeso se puso encima de varios cajones y dentro de él los santos (no es de dudar que José y María no fuesen santos, e imposible que no lo fuera el recién nacido); hacia abajo mesas viejas, estantes sin mucho uso y cosas similares se ubicaron de tal manera que el pesebre llegó a cuatro cincuenta de ancho por seis de largo y, quizás, dos de alto.
La imagen inicial apenas daba idea de cómo se vería y solo después de agotadoras jornadas el pesebre estuvo listo: ríos de algodón con lagos incorporados; ovejas y pastores vestidos como si estuvieran en algún país europeo; camellos con gualdrapas de colores; reyes de oriente separados como si fueran a viajar miles de kilómetros desde donde vieron la estrella; fogatas de palillos; animales de todo tipo; casitas que, por efecto de la lejanía, parecían concordantes con el tamaño del portal; lavanderas y aguadoras y luces que chispeaban por muchos lados… y claro, campeaban por todas partes los multicolores quiches, el musgo grisáceo y verdoso que colgaba de los escalones y la preciosa abullonada lama verde con tierra fresca por arriba y por abajo.
Los quiches vistos por los tres más que cegatones jueces como de ramplón plástico, eran decenas de todos los posibles tamaños y tonos: diminutos zarcillos glaucos, medianos aceitunados con manchas rosáceas, grandes verduzcos con floraciones en la mitad, verdes a todo lo largo de sus largas hojas, morados por encima y esmeralda por debajo y bicolores verdes y blancos, todos brillando intermitentemente… era el nacimiento una fiesta de naturaleza y yeso coloreado y algodón y cartón y decenas de los animales que Dios, en un solo día de trabajo y siguiendo su leal saber y entender, había puesto sobre la faz de la tierra.
Como era un concurso, durante los días del novenario cientos de pueblerinos desfilaron frente al pesebre, sin que la familia fuera a temer por robos que en esa época no existían, y se hicieron lenguas de cada elemento maravilloso que un creativo exgrumete había incluido en “su” pesebre, con la seguridad de que si había algo de justicia bajo el cielo y sobre la tierra, tenía que recibir el premio, porque ningún otro se podía comparar ni con los de ese diciembre, ni con todos los que incluso jamás se armaron.
Desde el alcalde y los empleados de la municipalidad hasta los cientos de ciudadanos concordaron en que no era un Belén solamente, era “el Belén” que san Francisco hubiera bendecido y que le ganaría incluso al de la parroquia y a los de cien parroquias a la redonda. Pero no sucedió así: los tres muy cegatones jurados, todos a una, elogiaron cada pieza, cada color, cada luz, cada figura con adjetivos como “perfecto”, “llamativo”, “colorido”, “hermoso", “ceñido al evangelio” y más que ya ni recuerdo y cuando todos esperábamos la sabia decisión, esta no fue sabia y sí, en cambio, completamente errada: no podían dar el premio a tan perfecto nacimiento, que ninguno de los casi cuatro siglos que tenía el pueblo había visto, porque el tonto ejecutor había cometido el imperdonable pecado de incluir: “¡quiches de plástico!”
Claro que sí había petróleo procesado en el pesebre, pero no donde ellos decían, ya que estaba en algunos animales, en los cables de las luces, en el platón-lago, en las casitas… y quizás en otros objetos, pero puedo jurar que no había ni un ¡quiche de plástico!
Los “megacegatones” jueces no se acercaron a mirar con detenimiento ni llegaron a oler la hierba y se alejaron gesticulando, como si en cambio de un divino pesebre fuera un infernal ente frente al cual el vade retro Satanás no hubiese servido para nada.
Nadie los pudo convencer de que era un garrafal error darle el premio a otro belén que no le llegaba ni a las suelas al de mi cuento: los tres arrugaron al unísono las frentes incrédulas cuando se les repitió que todo lo que oliera, se viera o se palpara como verde naturaleza era naturaleza verde, aunque ya no viva porque la habíamos arrancado sin compasión; pero no, para ellos, el problema grave eran los “quiches de plástico”, vale decir, de ordinario, antiestético y negro petróleo procesado. Pienso hoy que los dioses nos castigaron por la desnudez de los fríos alrededores del Tequendama, ya que cortamos y cortamos matas con total premeditación y alevosía.
No voy a terminar con una moraleja de fábula, como se ha estilado durante siglos, pero tengo que decir que alguien debería haber apadrinado el cambio de los superpuestos dobles ojos a los “hípercegatones” jueces, pues solo les afeaban más, a los tres, las de por sí feas narices.