Con Luis Ospina se va la Cali del blanco y negro

Con Luis Ospina se va la Cali del blanco y negro

Primero fue Caicedo, después Mayolo y ahora él. Con su muerte se sella una era, la de Caliwood

Por: Felipe Solarte Nates
octubre 04, 2019
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Con Luis Ospina se va la Cali del blanco y negro

Primero, Andrés Caicedo, el precoz cinéfilo y prolífico escritor y rebelde sin causa, a lo James Dean decidió acelerar su empepada partida cuando acababa de cumplir 24 años y recién salía a las librerías Viva la música; la novela que con ficciones inspiradas en díscolos adolescentes de clase media caleña plasmadas también en sus cuentos y obras de teatro, librándose de la aplanadora de las influencias del realismo mágico de Cien años de soledad, incentivaría la literatura urbana juvenil en Colombia y Latinoamérica, al igual que desde el ambiente popular del matanceromano barrio Obrero lo hizo Umberto Valverde con el libro de cuentos de Bomba Cámara.

Décadas después la parca se llevó a Carlos Mayolo, su compañero de inicios fílmicos y rival de amores, otro icono del Caliwood, quien además de dirigir recordados documentales en medio de escasos presupuestos y recursos técnicos, desde mediados de los 80 del siglo XX, incursionó en el cine con la Mansión de la Araucaíma y en la televisión comercial a partir de Azúcar.

Ahora por la puerta grande lo hace Luis Ospina. Después de que en compañía de Mayolo congelaron ese Cali de antes y después de los revulsivos Juegos Panamericanos de 1971; el mismo año del movimiento estudiantil del 26 de febrero, con Jalisco muerto en los enfrentamientos con la Policía y el Ejército de los años del Estado de Sitio permanente, y de la ciudad abierta y rumbera, donde recién abrían sus puertas el museo La Tertulia y el Instituto Popular de Cultura, y desde el TEC: Enrique Buenaventura, Fanny Mickey y otros teatreros como Jorge Vanegas y Orlando Cajamarca, músicos, escritores, fotógrafos como Fernell Franco, pintores como Ever Astudillo y otros artistas plásticos, se debatían a brazo partido con música de fondo bombardeada desde las emisoras radio El Sol, Eco, Reloj, Quince, Uno, con despliegue de sones cubanos, la Billos, Lucho Bermúdez, baladas, la explosión salsera de Richie Ray y los ecos roqueros del Festival de Woodstock; las secuelas del Mayo del 68, la liberación femenina, la bohemia y de “la lucha ideológica contra las influencias de las costumbres pequeño-burguesas” librada en los consejos estudiantiles de la Usaca y la del Valle por los maoístas e integrantes de otras tendencias del marxismo; mientras desde las páginas del diario El Pueblo dirigido por Felipe Lleras Camargo, Fernando Garavito, Daniel Samper Pizano entre otros periodistas y desde el suplemento dominical Estravagario, nuevos poetas como Tomás Quintero sacudían el petrificado ambiente cultural oficial, deambulando entre las ruinas de la demolición de los rastros de la ciudad de arquitectura colonial y republicana, impulsada por las élites condorescas y vampiras de “pura sangre”, abriéndole paso al "progreso" de moles de cemento, vidrio y amplias avenidas, para que la expansiva ola inmobiliaria continuara devorando el verde valle plagándose de caña e ingenios azucareros en la periferia, y para que pudieran circular, además de los veloces coches, los recalentados y sudorosos papagayos, alamedas, verdes y grises San Fernando y Blancos y Negros de los Oiga Mire Vea, Agarrando Pueblo y numerosos documentales que Luis Ospina con sus amigos de la leyenda mitificada de Caliwood, fijaron en el claroscuro, plasmando en el celuloide el palpitar de la otra ciudad: la de los cineclubes, festivales de arte, Ciudad Solar y calles con sus muros empapelados por los avisos de La Linterna, y rincones inexplorados por donde trasegaban, al igual que ahora, los marginados, rebuscándose la ‘vidurria’ y agarrados a las rejas del estadio bamboleando la cabeza para intentar capturar efímeros instantes de los eventos de los Juegos Panamericanos.

Además de ser un notario fílmico de ese otro Cali que poco mostraban y de sus lugares emblemáticos destruidos por la picota del tiempo y del progreso —para nostalgia de los de su generación, muriendo lentamente a la par que la ciudad que gozaron y sufrieron—, Luis Ospina con el teatrero y escritor Sandro Romero Rey lograron rescatar de las polillas y el olvido los arrumes de cuartillas que dormían en los baúles de la habitación que ocupara Andrés Caicedo y que fueron preservados y ordenados con la ayuda de su padre Carlos, permitiendo la publicación de numerosos cuentos, guiones, crítica de cine, obras de teatro y una novela.

Sembrando raíces en la Facultad de Comunicación de la Universidad del Valle, donde Ospina fue docente entre 1979-80, dejó escuela con sus discípulos de Rostros y Rastros, siguiendo la huella del memorialista y documentalista excelso que fue de ese Cali en blanco y negro, que con la progresiva desaparición física de sus actores y de lugares que los habitaron se difumina en el testimonio de sus imágenes en movimiento y el recuerdo que nos legaron con sus obras.

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