Pau Dónes, el líder de Jarabe de Palo, se murió dos veces. La primera, cuando creyendo que se iba a morir sobrevivió. Y la segunda, cuando creyendo que se había salvado, dos años después, el devastador cáncer de colon regresó a su cuerpo y lo mató. Antes de morirse la primera vez, Pau escribió un libro celebrando su vida: “50 Palos y Sigo Soñando”; un texto sin pretensiones y sumamente cercano que revela al cantante en su preocupación más recurrente, haber perdido el tiempo escaso que representa cualquier vida. Un testimonio fabuloso y sencillo que me dejó una frase que aún estoy tratando de aceptar por su elocuencia y veracidad: todos llevamos la muerte por dentro.
Es increíble que siendo la muerte el hecho más verosímil de todos, nos cueste tanto creer en ella. Hace poco supe por un trino (de alguien que no conozco) que un viejo amigo con el que hacía años no hablaba, se había muerto un par de meses atrás. Tato tan solo era unos años mayor que yo y supongo que por eso, también, me pareció inimaginable. Por días cargué a cuestas el peso que trae la incomprensión y la perplejidad de la anécdota más natural de la vida, morirse. No quise preguntar más ni saber cómo había sucedido todo; prefiero quedarme con el último encuentro fortuito que tuvimos en una exposición de arte en una casa en Teusaquillo en donde prometimos volver a hablarnos. Ninguno de los dos cumplió. Las promesas incumplidas de la vida las cobra la muerte.
Por eso Donés insiste en el querer a los otros como fórmula para vivir. El texto, inundado con expresiones de joven de barrio catalán, es un manual de ética escrito con sencillez, que además presupone, en varias confesiones, que para querer a los otros hay que tener tiempo; no son pocos los arrepentimientos del compositor por haber gastado tanto tiempo lejos de su hija.
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Con tristeza y algo de reproche, Donés cuenta cómo tardó demasiado en entender que la prisa mata y que desperdició demasiada vida por andar a toda velocidad
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Con tristeza y algo de reproche, Donés cuenta cómo tardó demasiado en entender que la prisa mata y que desperdició demasiada vida por andar a toda velocidad. Para un hombre moribundo el tiempo, el que le queda y el que dejó atrás, son el recurso fundamental a la hora de evaluarlo casi todo. Es el umbral que mide y la vara que no pocas veces azota. La vida posee un vértigo propio y cualquier impaciencia ante ella es una necedad imperdonable. Un enfermo de cáncer sentado recibiendo la quimioterapia entiende el enorme valor de la quietud.
Hace unas semanas murió mi suegro. Tuvo una muerte rápida y fulminante luego de una vida llena de voluntad y anécdotas; la hizo a su medida y antojo. Don Óscar me enseñó que el triunfo de vivir es ser querido por los demás como lo fue él. Hilando un poco más delgado que Pau, podríamos decir que no sólo llevamos la muerte dentro, sino también cerca, muy cerca: en todos los que se cruzan, por instantes o por décadas, por razones o caprichos, por decisiones o por azares. Supongo que la vida es tan solo eso, tiempo para vivir con los otros. Vivir queriéndolos.