No sé cuál sea el mejor refrán para intentar ilustrar parte de la situación actual del país –y del mundo, sí, también−; tal vez decir “no hay peor ciego que quien no quiere ver”: sí, nuestro actual gobierno ha cometido errores, y se deben asumir las responsabilidades hasta el final, pues algunas cosas dan vergüenza; pero los cambios han sido más que evidentes. Para empezar, ya no somos el país arrodillado ante Estados Unidos que vendía sin pudor su soberanía y autonomía comercial; tampoco el que apoyaba estados genocidas.
Con eso, por lo menos, se recupera parte de la dignidad.
Dirán algunos de los “yo no paro, produzco”, que eso “no da de comer”, pero nos acerca a una conciencia realmente más tranquila, nos aleja bastante de la doble moral en un país que se dice tan cristiano… ¡ah, claro! Un país en que nos han inoculado aquello de que usted, señor televidente, es el bueno, pero cuídese del vecino, y como usted es el bueno, recuerde, nosotros lo apoyamos, somos como usted y le podemos decir quiénes son los malos.
¡Qué montón de carreta la que nos hemos tragado y seguimos pasando sin masticar! Y lo digo así porque hago parte de este pueblo, no vengo a presumir de intelectual, crítico o, peor todavía, de que sea “de los verdaderos buenos”: también soy víctima de la carreta y a veces se me pega, así que cuento con que usted tome con pinzas mis palabras mientras se da la oportunidad de dialogar con ellas.
Quiero insistir en esto porque cierto moralismo aburridor nos pone vendas en los ojos: el cuento aquel de “¿el guerrillero o el ingeniero?” termina con este último condenado por corrupción con cara de pobre viejecito. No solo eso, es una narrativa en exceso simplista –mediocre, pretensiosamente maniquea−, que niega la interesante y comprometida trayectoria de Gustavo Petro; pero permítanme meter aquí un paréntesis sobre los otros “buenos”: hablemos, por ejemplo, de los Char o de Sarmiento Angulo. Muchos podrán decir que esos son los buenos empresarios, que dan trabajo a mucha gente… pues, ¿qué te digo yo, ala?... Poco se enteran –o fingen no hacerlo− de que gran parte de estos “benefactores” –como los mencionados− se han visto relacionados con grupos paramilitares, corrupción, narcotráfico, etc., aunque bueno, para no ir tan lejos, ¿sabía que la tragedia del puente Chirajara y el escándalo Odebrecht, en cuyo marco murió Jorge Pizano, tienen algo que ver con Sarmiento Angulo? Puede encontrar más información en internet, incluso en medios de derecha.
Pero, sí, lamentablemente seguimos arrodillados ante la mano enguantada que, creemos, nos da de comer: con la otra mano sostiene una múltiple soga que algunos cuellos ata, a otros los ahorca; unos no vemos a los otros, y todos corremos el riesgo de pasar al bando que cuelga, aunque nos creamos los “buenos”. Creemos que las cosas solo pueden empeorar, que no hay mejor mundo posible y por eso no se debe molestar a los poderosos, pues pobrecitos, si han de pagar más impuestos todos perdemos.
A propósito: recomiendo un extracto de Youtube: “Los empresarios no dan trabajo”, para reconsiderar un poco la idea de “gracias, jefecito”. Una cosa es estar agradecido con la vida por tener empleo y poder “ganarse el sustento”, lo cual se expresa mejor haciendo bien la labor; algo diferente es la pleitesía y la indignidad. El trabajador debe tener, ante todo, conciencia de su valor en tanto ser humano.
Y es aquí donde no se puede olvidar algo más sobre la dignidad –valga la redundancia, aquí tan necesaria−: a mucha gente le incomodan las marchas, la protesta ciudadana, sin siquiera preguntarse por los motivos. Así, incluso se refieren de forma peyorativa al Estallido social de 2019 – 2021, donde hubo decenas de muertos y heridos principalmente a manos de la fuerza pública –la misma que dejó más de 6402 falsos positivos en los últimos años… entre otras cosas… pero insistimos en defenderla como institución−.
Estallidos que hablan de nuestros problemas, que visibilizan fallas estructurales; sacudidas tras las que se conquistan derechos, pues sí, como ya lo han dicho muchos: la mejora en muchas condiciones laborales, por ejemplo, no exactamente es porque los jefes sean condescendientes y considerados, sino porque el pueblo, las organizaciones sociales, los sindicados, han luchado porque sea una exigencia legal. Y sí, han tenido que incomodarnos un poquito en el proceso: reitero, solo un poquito, nada en comparación con lo que viven en muchas zonas del país debido a la guerra –ante lo cual muchos, desde la comodidad urbana, votan por responder con más violencia−.
NOTA: Me han llamado la atención las protestas de la derecha durante este gobierno: siento que, por fin, algo conmovió a un centenar de familias pudientes. Puede que no esté de acuerdo, sobre todo cuando enarbolan una sarta de desinformaciones sin sentido –siento compasión por ellos cuando me parece que se creen lo que dicen−, pero vale, tienen el derecho a marchar.
Ahora, cerrado el paréntesis sobre “la gente de bien”, volvamos a “los malos” –ya no sé quién es quién−. ¿El guerrillero o el ingeniero? Creo que una de las respuestas quedó registrada en ciertas paredes o puertas durante la última campaña presidencial: “cualquiera, menos Petro”. La derecha a veces se apuñala sola. La frase en cuestión siempre me sonó a: “todos son iguales, con cualquiera seguiremos en las mismas, excepto con…”. ¡Y no, por supuesto no estoy diciendo que el actual presidente sea un mesías, por fortuna está lejos de ello! Pero representa la posibilidad de la esperanza, lo cual es mucho decir.
Ese cuento del “guerrillero” como etiqueta inamovible, tajante, condenatoria, no le ayuda al ya poco sentido crítico de nuestro pueblo –otra prueba de los medios que embrutecen, locutor Néstor Morales… gracias por su aporte a las pruebas PISA−.
Claro, Petro estuvo en las filas de la guerrilla, pero en un movimiento y momento histórico específicos, de los que no se puede hablar a la ligera o con generalizaciones. Además, desde su reincorporación, se ha mantenido en la legalidad; incluso, durante su trayectoria política, ha contribuido tenazmente a denunciar la corrupción y la parapolítica. NOTA: cuando fue alcalde de Bogotá, un procurador de extrema derecha lo destituyó por quitarle un negocio a los privados para hacerlo de nuevo público; luego, una corte institucional deshizo tal entuerto.
Sí, de Petro sabemos lo que fue y es. Esto ya es, a mi parecer, una dosis de honestidad con la democracia. Lo mismo no se puede decir de otras “grandes” figuras políticas que se aferran al poder de manera enfermiza, de preocupante patología –creo no exagerar−, como el galardonado en 2013 con el título de “gran colombiano”: Álvaro Uribe Vélez… de quien no estamos seguros sobre lo que fue y es: ¿jefe de unos y asesor de otros (paracos)? ¿Cuántas veces ha sobornado testigos? ¿Cuántas ha amenazado directa o indirectamente a colaboradores, “amigos periodistas”, etc.? En esta espiral, por favor leer un artículo de 2013 en razonpublica.com titulado “El gran colombiano: Uribe y la histeria nacional”.
Pero, en un extraño masoquismo, insistimos en tropezar con la misma piedra. El efecto Uribe es una muestra de que nos gusta ser mandados, tener ídolos que hablen duro, tiranos disfrazados de vecino, que nos digan –no, que nos griten− lo que debemos hacer, quién es el enemigo… No sé por qué, pero suele pasar que quienes más presumen de ser modelos morales… cuando muestran la otra cara, sálvese quien pueda.
Muchos de esos caudillos ahora están investigados o condenados. Muchos han matado más gente con sus actos corruptos y negligencia, que la misma guerra. Pero claro, nuestras manos están limpias. Nosotros no hemos hecho daño a nadie; solo votamos y nos equivocamos; quizá algunos votos fueron comprados, ¡pero uno qué iba a saber!
Solo es para que nos sacudamos otro poquito eso de creernos los buenos. Ya lo hemos recitado golpeándonos el pecho: “pensamiento, palabra, obra y omisión”.
Entre otras cosas, vamos a ver qué pasa con el bufón de la vaquera Cabal, el antiafro Polo Polo, ahora que se sospecha posible falsedad en documento público (sí, hasta yo me di a la tarea de buscar en la página libretamilitar.mil.co).
Así las cosas, Petro, “el malo”, resulta una excepción en nuestras reglas.
Las excepciones siempre ayudan, nos empujan a conocernos mejor.
Preguntémonos juntos algo: ¿cuántas de las predicciones todas las mentiras que dijo la derecha durante la última campaña presidencial se han cumplido? ¿Cuántas han resultado ser todo lo contrario? ¡Momento! Nadie responda de inmediato. Vamos a tomarnos un tiempo.
No vamos a ponernos aquí a citar logros y desaciertos del gobierno actual. Solo sé que…
- Ahora tengo menos miedo de convertirme en un falso positivo. ¿A usted nunca se le ocurrió?
- Prefiero soñar con una paz imperfecta que esperar una victoria militar la cual, mientras llegue, implicará miles de muertos de todos los bandos, sobre todo el de los niños. La historia de los procesos de paz en el mundo (Sudáfrica, Irlanda del Norte, entre otros) demuestra que se debe dialogar, y en tal negociación ceden ambas partes, con tal de detener la violencia. NOTA: Mandela, Mujica, Navarro Wolf, entre otros grandes líderes y pensadores que han aportado a la sociedad, fueron guerrilleros.
- Mucha más gente puede acceder a la educación pública. Incluso los militares –decían que Petro era su enemigo−, pues ahora jóvenes de escasos recursos pueden hacer carrera y profesionalizarse en la fuerza pública, no solo los hijos de los más pudientes.
- Antes no creía mucho en eso del “golpe blando”, pero al ver que algunas instituciones –ni hablar de los medios de “comunificción”− han hecho y deshecho durante este gobierno lo que no habían hecho hasta ahora: destituir, sabotear, retrasar, en fin, parece ser que hablamos del presidente contra el mundo. Claro, ha habido nombramientos cuestionables y decisiones polémicas, vale, pero “se pasan”. Es entonces cuando uno encuentra una prueba más de que estamos en un gobierno de mayorías: los grandes canales y emisoras, propiedad del establecimiento, en contra. Por fortuna, hay contrapesos.
- Durante siglos nos ha gobernado la idiotez, la estupidez: políticas que priorizan la extracción y depredación de los recursos, la explotación de las personas rayando en la esclavitud, el interés privado por encima del bien común; la narrativa de que debemos “trabajar, trabajar y trabajar” y si lo hacemos somos “los buenos”, los ejemplares, mientras los demás son solo flojos. En fin, paradigmas que desconocen nuestra dependencia unos de otros y de la naturaleza, que desprecian la vida. Siento que ahora, al menos un poco, se nos permite soñar con algo diferente: abrir los ojos.
Si usted quiere hablarme de ciertos desastres presidenciales, y son innegables (lo reconozco), tendré que agachar la cabeza; pero espero que también se abra a mis argumentos, aquellos que he sostenido aquí… y otros por ahí.
Gracias.
Atrevido, me despido con palabras de un visionario, Orwell, de su libro “1984”:
“El problema era mantener en marcha las ruedas de la industria sin aumentar la riqueza real del mundo. Los bienes habían de ser producidos, pero no distribuidos. Y, en la práctica, la única manera de lograr esto era la guerra continua. El acto esencial de la guerra es la destrucción, no forzosamente de vidas humanas, sino de los productos del trabajo. La guerra es una manera de pulverizar o de hundir en el fondo del mar los materiales que en la paz constante podrían emplearse para que las masas gozaran de excesiva comodidad y, con ello, se hicieran a la larga demasiado inteligentes (…) En principio, el esfuerzo de guerra se planea para consumir todo lo que sobre después de haber cubierto unas mínimas necesidades de la población. Este mínimo se calcula siempre en mucho menos de lo necesario, de manera que hay una escasez crónica de casi todos los artículos necesarios para la vida, lo cual se considera como una ventaja. Constituye una táctica deliberada mantener incluso a los grupos favorecidos al borde de la escasez, porque un estado general de escasez aumenta la importancia de los pequeños privilegios y hace que la distinción entre un grupo y otro resulte más evidente (…) La atmósfera social es la de una ciudad sitiada, donde la posesión de un trozo de carne de caballo establece la diferencia entre la riqueza y la pobreza. Y, al mismo tiempo, la idea de que se está en guerra, y por tanto en peligro, hace que la entrega de todo el poder a una reducida casta parezca la condición natural e inevitable para sobrevivir. Se verá que la guerra no sólo realiza la necesaria distinción, sino que la efectúa de un modo aceptable psicológicamente (…) Lo que interesa no es la moral de las masas, cuya actitud no importa mientras se hallen absorbidas por su trabajo, sino la moral del Partido mismo. Se espera que hasta el más humilde de los miembros del Partido sea competente, laborioso e incluso inteligente -siempre dentro de límites reducidos, claro está-, pero siempre es preciso que sea un fanático ignorante y crédulo en el que prevalezca el miedo, el odio, la adulación y una continua sensación orgiástica de triunfo. En otras palabras, es necesario que ese hombre posea la mentalidad típica de la guerra. No importa que haya o no haya guerra y, ya que no es posible una victoria decisiva, tampoco importa si la guerra va bien o mal. Lo único preciso es que exista un estado de guerra. La desintegración de la inteligencia especial que el Partido necesita de sus miembros, y que se logra mucho mejor en una atmósfera de guerra, es ya casi universal (…) ningún miembro del Partido Interior vacila ni un solo instante en su creencia mística de que la guerra es una realidad (…) E incluso el progreso técnico sólo existe cuando sus productos pueden ser empleados para disminuir la libertad humana. Las dos finalidades del Partido son conquistar toda la superficie de la Tierra y extinguir de una vez para siempre la posibilidad de toda libertad del pensamiento. Hay, por tanto, dos grandes problemas que ha de resolver el Partido. Uno es el de descubrir, contra la voluntad del interesado, lo que está pensando determinado ser humano, y el otro es cómo suprimir, en pocos segundos y sin previo aviso, a varios centenares de millones de personas (…)”