Es mediodía. Estoy frente al mar. Camino sobre un pequeño y corto muelle metálico.
A mí, me encandilaba la luz. A Borges, la ceguera lo alumbraba más allá de la caverna.
Su voz es larga, larga como el arte; como el arte de la escritura que hace lo que no quiere hacer. O lo que quiere hacer, pero no puede aunque así quiera.
En el instante, por lo menos, como este que acontece en un medio día frente al mar.
Que no, frente a aquel dialéctico río que fluye; que siempre va dar, como los señoríos, en el morir.
Al mar que no fluye y condesciende a bañarnos en él una primera y todas las veces en la misma, inmutable agua del principio; ajeno por completo al tiempo.
Inmóvil en el vórtice de sus convulsiones, lo oímos y nos asusta su terrorífico, perenne susurro; lo que va y viene impotente, temeroso de saltar más allá de sus frágiles lindes.
Borges lo canta, menos Heráclito; van por sus orillas y cada uno a su manera lo navega, tal vez memoren el principio del mundo emergiendo de sus entrañas.
Sus monstruos mitológicos dispersándose en el cosmos; mutando plurales en humanos la miseria de siglos y eternidades del mundo; en el inasible tiempo que reposa en su lecho.
No estoy seguro si las noches de Borges, el que es todo noche, sean iguales a las de Dios en riquezas y pobrezas como el proclama; es poco probable, asumo en la limitación de la mía, que la metáfora de Dios alcance para tanto.
Ciego, sigue viendo y ejecutando cosas nuevas; contempla alba y ocaso, sueña la luz y sus ojos apagados la encienden parpados adentro; ordena en verso el libro infinito de los sueños, aun los que despierto se resiste a soñar; escribe con ojos de ciego la real historia de la infamia.
Un hombre sin lentes es un hombre invisible, alcanzo a pensar por un instante; alguien en trance de tiniebla consumiéndolo insaciable frente a un mar de enciclopedias, atlas, oriente y occidente, cosmos y cosmogonías.
Pero no es Borges ese hombre limitado por el artificio de cristal del judío que inventa a Dios; que lo labra y lo echa a andar con palabras; el taumaturgo de Ámsterdam que en la penumbra da formas geométricas al mito.
Empieza para mí la noche, para Borges es su estado físico; el crepúsculo es una sólida, concreta forma del movimiento para mis ojos; para los suyos, la imagen perfecta de la caverna; Platón dándole finitud al infinito; intentando inútilmente apagar el esplendor, la inextinguible luz de la materia.
Algo alcanza a decir, con voz queda, del tiempo: del tiempo que es como un río que nos pierde y desfigura. De la muerte y la poesía: triste oro, inmortal y pobre.
Del principio y del fin, evocando quizá el alfa y el omega de la mítica divinidad a la que en veces, como al azar, se confía dubitativo: “En mi fin está mi principio”.
Ahora, y por siempre, Borges es: en su sombra interior, intima, incandescente; yo, en el instante: acontezco, encandilado por la luz; él, alumbrado por la ceguera de lo inconmensurable.
De todas las cegueras que alumbran.
Todo ha concluido esta tarde frente al mar y ya no es medio día: el movimiento ha vencido a la luz y al día; aunque nada concluye del todo:
Como la hidra que multiplica su cabeza al
Ser cortada
Todo fin es la prolongación de cuanto se
Resiste a consumarse.
*Poeta
@CristoGarciaTap