A los setenta años, un hombre tiene que estar bien parado en el tiempo. No puede jugar con las nubes de algodón ni dejarse copar por los cantos de sirena que enloquecen la imaginación. No señor. A los setenta años, uno ya ha pasado por muchos vendavales y ha sentido muchos climas diferentes, desde los fríos de la muerte hasta los bochornos infernales de la ingratitud. De tal manera que, aunque milite en el partido de los pesimistas, aunque recurra a los más sofisticados argumentos para escaparse de la realidad, uno no puede volar libre con la loca de la casa, sin el pesado fardo de una nostalgia irremediable.
A los setenta años uno empieza a mirar para atrás como un refugio ante la incertidumbre del porvenir, que, aunque no lo proclamemos abiertamente, lo sentimos doloroso a flor de piel, como la llamita de un cabo de vela a punto de expirar.
Por eso uno empieza a medir los años que le van quedando con la sapiencia humilde de los sabios antiguos; libre de toda vanidad, valorando el milagro de poder caminar sin el martirio de la columna vertebral; saboreando embelesado la respiración diafragmática, y descubriendo maravillado en las papilas gustativas, el sabor de la sal de la vida, y el azúcar a veces empalagoso de la nietecita de dos años que, con sus ojos grandes, hermosos e inquisidores, te preguntan con silencios profundos, sobre la capacidad de asombro que encierra el misterioso milagro de la vida.
A los setenta años uno vuelve a la fibra sentimental. Está más allá del bien y del mal, y rechaza ofuscado pero tranquilo toda esta feria de vanidades. Sabe con seguridad que las guerras del género humano a través de la historia, no han producido sino desastres ecológicos y tragedias morales irreparables, a tal punto que hoy en día nuestra madre tierra está a punto de colapsar en los estertores de una enfermedad terminal.
Por eso, para terminar, a los setenta años, la gente debería dedicarse con religiosidad a contemplar el vuelo asombroso de las mariposas, en vez de estar proclamando como loras mojadas o cacatúas desaforadas, una guerra que nadie ganará jamás, y que seguirá condenando sin misericordia a las nuevas generaciones a vivir un infierno mucho peor del que nos tocó vivir a nosotros.
A los setenta años uno tiene que ser optimista por obligación para poder aspirar a morir con dignidad.