Hace poco cerré Instagram. Aunque me da envidia la gente linda y exitosa, no lo hice solo por esa razón. Me fastidia ver a tanto pretencioso autoproclamarse fotógrafo. La banalización de la fotografía es una de las desgracias de las redes sociales. Creer que es fácil capturar un momento teniendo en cuenta la luz, la expresión humana, el contexto histórico, revelan la estupidez de estas generaciones, avocados a lo efímero, a disfrutar el instante, a dar cada paso con la vista clavada en el suelo y sin ver el camino. Aunque se visten como si fueran los malditos años ochenta, no tienen respeto por lo clásico. ¿En qué momento me he vuelto un viejo asqueroso? ¿Será desde que me empezaron a crecer pelos ensortijados en las orejas? Pero ya entrados en gastos iremos, como alguna vez dijo Martin de Francisco en la Tele, al Núcleo de la mitocondria. Y esto es que estos centenialls –si pongo en el título millenials es para tener más clicks- no sólo se perratearon la música –lo siento pelados pero el reggetón no es música- sino también la fotografía.
Nunca antes en la historia de la humanidad se habían tomado más fotos, nunca antes la fotografía había importado menos. Ya no es mirar para afuera, ni siquiera existe ya la fascinación vouyerista por el cuerpo del otro, sino ahora el Yo prima por sobre todas las cosas. Por eso nos hemos llenado de autorretratos alejados de cualquier tipo de critica, de búsqueda interior. Lo único que importa es vernos bien en la Selfie y entre menos nos parezcamos a nosotros mismos más digna es de publicarse. Y, la tragedia, es que las fotos ni siquiera existen, no son objetos. Hace poco con mi esposa nos dimos cuenta que no había una sola fotografía de nosotros en la casa. Si desaparecen las redes sociales quedarán borrados nuestros recuerdos. Así que seleccionamos una docena, la llevamos a un Foto Japón y ahí están nuestros espíritus, congelados en el tiempo.
Por mi trabajo he podido a conocer a los mejores fotógrafos de este país. Los he aprendido a conocer. Son mucho más que esos tontos que se endeudan para comprar el I Phone 13. Son humanistas, artistas, gente de izquierda. No son fotógrafos de moda, son de ese tipo de locos que se han internado en el Corazón de las Tinieblas para verle de frente y sin máscara el rostro a la guerra. Con uno de ellos tengo una amistad de hace 20 años. Nelson Cárdenas se llama. Para escribir esta columna lo llamé. Le dije que me desesperaba que, ante la sobrepoblación de influencers con aspiraciones de fotografiar hasta el cucarrón que vieron sobre el jabón del baño de su maldito apartamento en Rosales, su trabajo no se había afectado. Nelson es un raro caso colombiano de artista que jamás ha tenido problemas económicos. Así que no alberga ningún tipo de resentimiento en su corazón así muchos uribistas crean que es tan malo como Romaña. Me dijo que lo único que le preocupaba de las fotos no era que su trabajo se desvalorizara sino que la gente ya no le diera la importancia que se tiene a fijar en la eternidad un instante. Antes uno tenía la posibilidad de tener una cámara y habían rollos de 12, 24 y 32 fotos. Era una oportunidad bastante limitada de escoger el momento. Por eso, esos amarillentos álbumes familiares tienen tanta importancia, si llega a pasarles algo, si una humedad los toca, si el sol pasa su mano por encima y les quita su luz, sentimos que algo de nosotros a muerto. Los centenials, por supuesto, no entienden el poder de las cosas. Es la era de las No-Cosas. Por eso no entienden lo que significaba, al filo de los noventa, llegar de Cartagena a ver cómo quedaban las fotos después de mandarlas a revelar. Algunas sorprendían de lo hermosas que habían quedado, tomadas justo en el momento en el que el sol mandaba su rayo verde, el último estertor del día. Otras simplemente salían oscuras, era un fracaso. Era excitante. Si querías tener una buena tanda de fotos no sólo deberías tener talento sino suerte. Ahora no importa, el número de fotos que se pueden tomar en un paseo muchas veces coquetea con lo infinito. No importa disparar sin tregua, algo quedará. Aunque, no nos metamos mentiras, sólo el 0,1 por ciento de la humanidad que tiene un I phone depura las fotos que toma y escoge las mejores. Al final ni siquiera se estudia lo tomado. Es una pérdida de tiempo notable, penoso. Ni siquiera disfrutaron el instante que estuvieron en Praga por estar tomando fotos que nunca tuvieron importancia. Este puede ser la síntesis de lo vacía que es esta generación.
Para ser fotógrafo no basta tener el último I Phone, hay que leer, tener buen gusto, humanidad, sensibilidad, disco duro, conocer de historia, tener interés por el otro. Hasta para mirar un tomate hay que tener sensibilidad. Por eso, si yo tomo una foto de un tomate me saldrá un amasijo horrible. Yo no sé mirar, soy un bruto. Nelson si y desparchado en su casa, antes de desayunar, puede darse cuenta que un tomate puede ser una estrellita de mar verde abrazada a un globo rojo. Gracias a Nelson puedo darme cuenta que la fotografía, a pesar de la perrateada que le han pegado los malditos centenialls, sigue siendo una de las bellas artes.