Compatriotas, ¿por qué somos así?

Compatriotas, ¿por qué somos así?

"Podríamos responder que por ser un país pobre y atrasado, pero sabemos que no somos pobres sino corruptos, y tampoco atrasados sino con falta de oportunidades"

Por: Fernando Botero Valencia
noviembre 19, 2018
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Compatriotas, ¿por qué somos así?

Por estar en la misma región y, en muchos casos, por compartir algunos aspectos históricos y culturales, se podría pensar que los latinos somos muy similares en nuestras formas de pensar, actuar y creer. Sin embargo, esto no es cierto, de hecho, nada más contrario a la realidad.

Varios países sudamericanos han pasado por similitudes en circunstancias políticas y sociales, pero cada uno de estos ha desarrollado sus sociedades de forma diferente, lo que no ha sido sujeto a que sus experiencias las hayan vuelto afines en sus conceptos de ver y valorar las cosas.

Mucho va de lo que piensa y cree un peruano, un venezolano, un ecuatoriano o un argentino a un colombiano... mucho difieren, los colombianos somos bien distintos. No obstante, esto no quiere decir que los ciudadanos de otros países del vecindario sean perfectos, sino que nuestra propia cosmovisión está plasmada de contradicciones, ambivalencias, desidentidad y un moralismo tan frágil como una burbuja de jabón (de hecho, en este punto, si nos ponen a prueba, pelamos el cobre).

Hemos logrado fama interestelar de ser amables, familiares, sensibles, cariñosos y buenas personas.

Como padres casi que somos sobreprotectores, en el hogar le hablamos a los hijos de los valores y los principios morales, nos queremos ufanar y sentir orgullosos de ellos ante los demás.

En reuniones sociales nos jactamos de nuestro estatus, influencias y contactos, siempre queremos ser más que el otro y aparentar en muchos casos lo que no somos.

En casa le enseñamos a nuestros hijos a no mentir, pero les decimos que le digan al que llama a la puerta que “no estoy, que salí de la ciudad” (ahí los hijos desaprenden lo que es correcto).

En el hogar les inculcamos a los hijos el juego limpio, la honestidad ante todo, la responsabilidad, pero afuera jugamos al todo se vale, al “cómo voy yo”.

Estamos criando generaciones de niños y jóvenes con los antivalores más deformes posibles. Cada día inoculamos generaciones futuras para la corrupción y las prácticas sociales  ilegales.

Nadie más clasista que el colombiano, es quizá el sentimiento y valor más arraigado de todos. Valoramos a nuestros semejantes por lo que tienen y no por lo que son. Solemos darle prioridad e importancia a los que poseen más bienes materiales y posición social que a los que tienen menos, pues según nuestra perspectiva social los primeros deben ser nuestros “amigos” y los segundos no tienen “donde caerse muertos”.

En ética y moral los colombianos caímos por el abismo hace mucho tiempo, y donde más podemos constatar esta verdad es en la política, seguida de los negocios y la religión.

Nos mueve una irracionalidad sublime por admirar el poder y sus protagonistas manchados de delitos y crímenes que raya en el paroxismo. Sabedores de sus pecados, actos malsanos y expuestos en la picota pública, los seguimos apoyando a rabiar en las urnas y defendiendo en las redes sociales, incluso si eso implica insultar, ofender y hasta amenazar a los contradictores, aquí no hay límites.

En los negocios siempre estamos en busca de los atajos, las contravenciones, las coimas (tan de moda hoy), la evasión, las empresas de papel, la doble contabilidad y al acecho del que “dé papaya”. Si nos devuelven un dinero de forma equívoca, nos quedamos con el sobrante que no es nuestro, callamos y nos vamos. Robamos.

Cuando estamos conduciendo el vehículo nuestro ser interior se transforma. No creo saber de otro lugar o espacio donde nos desaforemos de forma más perversa y agresiva en nuestro lenguaje y vocabulario que cuando nos enfrentamos a otro conductor, la mayoría de las veces por nimiedades donde no hay afectación entre ninguna de las partes; pero conservamos la serenidad y buen ánimo conciliatorio cuando el estrellón sí se produjo. ¡Qué ambigüedad!

La religiosidad del colombiano sí que es un tema interesante para un sociólogo o antropólogo. De una fe casi inquebrantable, los colombianos somos fieles asistentes a las misas o los. Además, somos juiciosos en los diezmos, las limosnas y las prebendas, las confesiones semanales y las kermeses semestrales.

Sin embargo, una vez salimos de nuestros templos, somos ácidos para juzgar a los demás con condenas incluidas, malos vecinos y amigos mezquinos. Más ruin aún, defendemos como comunidad al sacerdote o al pastor por pederastia, y le negamos al menor su derecho a ser escuchado y a ser una víctima.

La línea entre la creencia y la fe y los actos impropios e inicuos de nuestros líderes espirituales la hacemos desaparecer, porque ellos mismos se absuelven en sus púlpitos, borrando toda duda o sospecha. Esto lo hemos visto tantas veces en Colombia y ha quedado ampliamente divulgado.

No obstante, no menos vulgar es la permisividad de parte de los feligreses con los estrambóticos lujos y privilegios de sus guías religiosos, cuando existe la regla universal de los “votos de pobreza” de los que fungen como sacerdotes, pastores o rabinos.

Los colombianos somos una rara mezcla de altruismo y decadencia, siempre estamos dispuestos a socorrer al necesitado en momentos de tragedias y al mismo tiempo ser implacables con los que reclaman sus derechos.

La fuerza que hizo posible salir de una Constitución obsoleta y vieja y reivindicar una nueva más garantista, los estudiantes, en nuestros días son cuestionados y lapidados moralmente. De hecho, en el imaginario popular de los colombianos está muy arraigada la idea de que quienes luchan y piden equidad y justicia son “mamertos”, un término colombiano para decir comunistas.

El compromiso y la palabra dada es otro valor en desuso por parte de los colombianos. En épocas de los abuelos se solía decir que “la palabra es una escritura pública” y “el que quiere cumplir lo hace con o sin un documento firmado”, hoy la palabra empeñada es un mero cuadro pegado en la pared. Dar una fecha para cumplir un pago o un compromiso  es desobedecido tanto por personas como por empresas, es igual y es lo mismo,  sin pena o vergüenza.

¿Por qué los colombianos somos así?

Difícil respuesta. Podríamos responder que por culpa de una violencia en la que llevamos más de cien años, pero seguro eso nada tiene que ver.

Podríamos responder que por ser un país pobre y atrasado, pero sabemos que no somos pobres sino corruptos, y tampoco atrasados sino con falta de oportunidades. Sabemos que tenemos recursos, pero la pasividad con que los dejamos ir para otros lugares nos rotula como pobres.

Este texto no es un “memorial de agravios”, es una forma de cuestionarnos como colombianos qué estamos haciendo tan mal, por qué no mejoramos las cosas, por qué dejar que aquí  “no siga pasando nada”.

Mientras tanto sigamos creyéndonos la fábula de que somos el país más feliz del mundo, al fin y al cabo, los colombianos siempre hemos vivido del cuento.

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