A Gustavo Petro le gustan las masas. Llenar plazas fue su principal estrategia en las pasadas y en las actuales elecciones. El primer acto en el que Petro confirmó públicamente su candidatura para las presidenciales del 2022, se realizó el 10 de septiembre del año pasado en Barranquilla. Esa noche no hubo tarima sino una especie de pasarela que tenía forma de P. La Plaza de la Paz estaba colmada.
Quien abusa del aclamado monólogo en plaza pública, puede ceder a los coquetos del caudillismo que tanta psicosis ha causado en la sociedad latinoamericana. Ojalá Petro no termine creyéndose el mito de sí mismo.
Ojalá entienda, a tiempo, que él no es el cambio, que solo es el principio del cambio. Que muchos no votaran el 29 de mayo por Petro, sino contra la ruina social que deja uno de los peores gobiernos que ha padecido Colombia.
Que puede ser nuestro primer presidente progresista por su conocimiento y aquellas cosas que le ha revelado al país, pero también por un antiquísimo movimiento pendular en la política, el que la violencia paraestatal ha prohibido en Colombia.
Tanto los que le temen, como los que depositan en él una ciega esperanza, deberían tener presente que la izquierda en el continente ha sido más retorica que praxis. Le pasó a la izquierda europea, también a la latinoamericana: moderarse fue la alternativa pragmática de sobrevivencia; optó incluso por dejar subir al barco a quienes causaron o apoyaron lo que ella debería combatir.
Recuerden la beligerancia de Rafael Correa con la CONAIE, la confederación indígena más importante de Ecuador; a Dilma Rousseff paralizando la legalización del aborto para no enojar a los evangélicos brasileños, ampliando la oferta de servicios para los más pobres, y al mismo tiempo otorgando subsidios y exenciones a los empresarios más conservadores.
No olviden que López Obrador ha menospreciado la marea feminista en México, donde matan aproximadamente 10 mujeres cada día; ni olviden que en 2012 –cuando Evo Morales llevaba 7 años como presidente de Bolivia– la ONU calculaba que el 94 % de los habitantes de Potosí eran pobres, pese a que de las minas de ese departamento se exportaron minerales por un valor de 2.456 millones de dólares en 2011.
Llegar al poder es difícil, pero lo más difícil es mantenerse en él, y ejercerlo. Que lo diga Boric, que más que presidente ha sido un bombero que intenta apagar incendios desde el sur al norte de Chile. O Alberto Fernández, que lleva dos meses soportando el fuego amigo de su vicepresidenta y la facción política que ella representa. Supongo que digo lo que Petro ya sabe.
Pero si desdeña los argumentos facticos, que recuerde entonces a Fernando Henrique Cardoso, expresidentes brasileño de centroizquierda, cuando decía: “No es por casualidad que las reformas son tan difíciles”.
Para transformar una democracia gamonal y feudal como la colombiana, se necesita valor, imaginación y, más que nada, usar primero el oído y después la boca. Petro ha dado infinidad de discursos, ha llenado todas las plazas a las que va, se ha reunido con presidentes y expresidentes de Europa y Latinoamérica, también con intelectuales, pero la conversación con el movimiento social, que a fin de cuentas es su colchón de votantes, pareciera que se lo ha encargado a Francia Márquez.
Quiero atreverme a presuponer que es una manera de optimizar capacidades, pues el perfil político y moral de la vicepresidenta fue cocinado ahí, al calor de la lucha social. Lo cierto es que el movimiento social debería importarles por su potencial electoral pero, sobre todo, porque esa justicia social, esa productividad agraria, y esa dignidad de la que hablan Gustavo y Francia, la llevan labrando hace años organizaciones como el Comité de Integración del macizo colombiano, el Movimiento Político de Masas del Centro Oriente, el Comité de Integración Social del Catatumbo, el Proceso de Comunidades Negras y los pueblos indígenas reunidos en el Consejo Regional Indígena del Cauca y la Organización Nacional Indígena de Colombia; que no los subestimen, que beban de ellos, porque les llevan bastante camino de ventaja.
El 29 de mayo, Gustavo y Francia pueden “romper un consenso político de 200 años”, lo dijo el prestigioso analista Hernando Gómez Buendía. De quedar elegidos, espero que la bandera programática del binomio sea simple, así como la plantea Martin Caparrós: “encontrar una forma política para esa forma moral de la economía que consiste en que nadie tenga mucho más de lo que necesita, que nadie tenga menos.
Que todos coman lo que precisan, que todos tengan la posibilidad de hacer algo parecido a lo que les gustaría, que nadie se quede por fuera por su origen o su situación, que todos participen en las decisiones importantes, que nadie se siente obligado a nada por la fuerza de las armas, los dineros, la opinión común; que no haya personas escandalosamente ricas ni escandalosamente poderosas. Que tanto las riquezas como el poder se repartan todo lo posible. Que las personas se mueran con la –módica– paz de saber que no han vivido mucho peor que lo que merecían. No debería ser tan complicado –y es lo más difícil”.
Francia y Gustavo deberían preocuparse por la desesperanzada esperanza depositada en ellos, mas no por ser los tecnócratas moderados, digeribles e inofensivos que le gustan a las élites. Si no ganan en primera vuelta, queda una porción significativa por conquistar, de la que hace forma ese campesino de Ituango que dice: “¿pero cómo voy a votar por él si no le entiendo lo que dice?”. Y no lo dice por ignorante, porque si algo se necesita para vivir en el campo es inteligencia. Tampoco es que haga parte de una minoría, porque mayoría somos las víctimas de la tecnocracia bogotánica.
En realidad la única minoría en Colombia es la que quiere que nada cambie. Se lo dijo Álvaro Leyva a El País de España: Colombia es todo lo contrario a lo que ciertas élites –citadinas– piensan.