Esta es una historia de ficción creada por el autor:
7 de enero de 2015, 11:30am, Bogotá, Colombia. Era un día soleado, un cielo azul y un clima típico similar al resto de la semana: frío en la mañana, un calor horrible a mediodía y, cómo no, una lluvia torrencial de quince minutos seguida de gotas que acompañaban la tarde capitalina. Un día tal como cualquier otro, o eso parecía ser, hasta que reloj cucú sonó una vez, marcando que faltaban treinta minutos para el mediodía.
Daniel Samper Ospina, director de la revista Soho y columnista de SEMANA, se encontraba reunido con su equipo de redactores trabajando en la columna venidera: una crítica que mezclaba el mediocre éxito en cartelera de “Uno al año no hace daño” con los vergonzosos anuncios del ELN en aquella semana, sus constantes críticas a Pacho Santos y al procurador y, por qué no, la banqueada que Van Gaal le pegaría a Falcao el fin de semana venidero y el agarrón entre Messi y Luis Enrique. Todo un papelón, por ahí dirían.
Sin embargo, a las 11:32am, dos hombres fuertemente armados irrumpieron a la sala de redacción donde estaba el periodista y, casi sin preguntar, empezó la masacre. Amedrentaron a su equipo periodístico, quien trajo todas y cada una de las ediciones de Soho que hasta la fecha se habían impreso, y las pusieron en orden contra la pared. Empezó una ráfaga de fuego, empezó la tragedia: uno que otro madrazo que va y viene, papel en trizas, tetas rotas en dos. Una afrenta contra la libre expresión, que terminó con el borrado remoto de todo rastro digital de las columnas de Samper Ospina y, a la salida, la pista que permitiría la caza de los dos terroristas:
TARJETA PROFESIONAL
PROFESIÓN: CURA
NOMBRE: IGNACIO RODRÍGUEZ
Ah, y además, mataron a todo el mundo.
Colombia se enfrentaba al extremismo católico: ese mismo que la acechó durante La Violencia pero que todos creíamos ya superado. Se convocaron 80.000 policías y soldados, de los cuales llegaron 8.000, por supuesto, y empezó la caza más expedita de la historia reciente de la nación desde que a un pobre agente de la DEA le hicieron el paseo millonario y lo mataron después de montarse a un taxi en el Parque de la 93.
No habían pasado 36 horas, cuando los asesinos estaban sitiados y acorralados en una bodega del sur de la ciudad. Sin embargo, y en contra de estos 8.000 agentes de fuerza pública, llego la crème de la crème de la societé, Alejandro Ordóñez y Pachito Santos y, como grandes defensores de quienes ahora estaban acorralados, se dispusieron a hacer un cordón humano para proteger la vida de quienes, indudablemente, representaban el sentir de tantos colombianos al borrar de la faz de la tierra esas obscenidades.
Nadie sabe aún cómo, pero a estos terroristas les consiguieron un abogado, y después de la caza continua de quienes luchaban contra una izquierda de sátira y un par de tetas de desayuno, los llevaron a juicio. Las madres y abuelitas fueron a rezar el domingo a las mismas iglesias de donde habían salido este par de terroristas, y el paro judicial los tuvo retenidos cinco días en el CAI Móvil de Usaquén, aún a la espera de un juicio. –“Tocó soltarlos”, dice un juez, “aquí no hay nadie que atienda esa vuelta”.
Alrededor de la tumba de Samper Ospina y los otros periodistas, se fraguó un debate nacional frente a la libre expresión y frente a la pérdida de valores tradicionales y católicos en el siglo XXI. Y entre un debate que iba, y otro que venía, Colombia se fue tornando cada vez más olvidadiza de lo sucedido, y al haberlo olvidado Colombia, pasó una semana entera y no hubo periódico alguno en el mundo, o iglesia alguna en Colombia, que hubiera dado cuenta de lo sucedido.
Solamente una nota salió del país, y fue a parar a la redacción de Le Monde, en París. Sin embargo, al ser tan poco conveniente e interesante un periodista satírico asesinado en un país tercermundista, botaron el papel con un artículo a medio terminar por la ventana, con tan mala suerte que cayó en la cabeza de Stéphanne Charbonnier “Charb”, quien caminaba ansioso a las oficinas de su propio diario.
Y así, después de leer la nota, se publicó la única referencia mundial de lo sucedido en aquel país de Suramérica: en la penúltima página de la siguiente edición de Charlie Hebdo, una mujer desnuda, con un crucifijo entre los senos, un velo en la cabeza y dos tiros en el vientre, decía “Je suis Daniel”.
Y nunca, nadie más, volvió a saber algo de aquella historia.