Es bien sabido que la naturaleza en su infinita sapiencia ha predispuesto que la mayoría de los frutos que tiene un periodo más largo de cosecha son poseedores de un sabor y cualidades singulares. Por consiguiente, le brindan un valor agregado en el mercado. Así mismo, en aquellos de proceder noble y discipulados del creador que profesan la humildad.
Para aquellas almas que profesan pulcritud, superioridad y creen estar por encima del pueblo, sus días de incandescencia culminarán opacados por ostracismo y el repudio de quienes los rodean.
Podría aseverar que el sentir de humildad es endémico de corazones acendrados, que sin importar las vicisitudes o las circunstancias donde los enmarque Jehová, sea el éxito ó la desgracia, siempre serán los mismo y no presentarán disparidad alguna.
El amor y la humildad son quizás los mensajes más claros y representativos que dejó el hijo del omnipotente a su paso por la Tierra. Por favor, convirtámonos en multiplicadores del legado y probemos del dulce sabor de estos sentires celestiales.
En mi lógica y por el trasegar de mis días, no encuentro razón o motivo alguno por el cual un hombre denote ego y enajene de su corazón el sentir humanístico de la humildad. La grandeza o magnificencia no debe ser medida bajo los parámetros u auspicios de las posesiones materiales, más bien debe cuantificarse por el agrado del prójimo cuando deslumbra el rostro del susodicho.
El ego en su etapa de floración presenta un aroma empoderador y embeleso, mientras que la madurez es amarga y con fruto vano, lo que al final genera una cosecha de odios, discriminación y resentimiento.
Aunque la génesis de la humildad sea silenciosa y sin tanto alarde, su fruto se consolida día tras día, va calando un amor inefable entre las gentes para el día de la cosecha, para cuando se alcancen los días de plenitud de quien fuera su cultivador se enarbole de respeto, prosperidad y felicidad.