Como quijotes contra molinos violentos

Como quijotes contra molinos violentos

¿Qué riesgo representa el armazón de huesos y carne, fluidos y corrientes eléctricas del cuerpo de un individuo frente a un agente del Esmad y su caparazón?

Por: Steven Cadavid Echavarria
septiembre 14, 2020
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Como quijotes contra molinos violentos
Foto: Nélson Cardenas

¿Qué reto podría haber representado un anciano hidalgo poseído por su dogma frente a un gigantesco molino de viento? ¿Qué amenaza podría representar, en términos militares, un montón de palos y piedras? ¿Qué organización militar ―como la definía Maquiavelo en Del arte de la guerra― puede tener una turba de personas sin más móvil que la rabia? ¿Qué posiciones podrían defender y conquistar? ¿Qué amenaza a la seguridad nacional pueden ser?, ¿son una milicia, una vanguardia, una célula? ¿Cómo podrían llegar a las lujosas mansiones de las familias prestantes con sus griticos desnutridos?

Frente a un agente del Esmad con su caparazón de impotencia ―por querer ser otra cosa distinta o estar en otro lugar, quizás ambas―, ¿qué riesgo representa el armazón de huesos y carne, fluidos y corrientes eléctricas del cuerpo de un individuo?

Colombia es el tercer país de Latinoamérica que más presupuesto público destina al rubro de la defensa y la seguridad militar; es el único país que, en medio de un proceso de transición hacia la democracia como consecuencia de la finalización de las hostilidades armadas ―que no es la paz todavía―, invierte más en la guerra que en la construcción de paz.

Sus militares ganan cuantiosas sumas de dinero nada más que por el ejercicio de asesinar y ser asesinados ―como diría Kant en La paz perpetua―; no tienen educación y profundización en otras áreas distintas a las de la carrera militar, como bien podrían ser el civismo, la ética, las humanidades, el derecho internacional humanitario, etc. Además, tienen prestaciones sociales que no tienen los maestros (se retiran jóvenes y pensionados). Es decir, es más factible y viable ser militar que maestro, ingeniero o empezar a estudiar.

Así mismo, es común que anualmente, por fuera de presupuesto que se destina y del que se reparten entre las camarillas de su red clientelar, se saquen dineros del erario público para adquirir nueva maquinaria de exterminio; tecnología de punta para disuadir no letalmente al manifestante (tanto lo disuaden que se despiertan en el hospital ―o la morgue― sin saber que paso y mutilados).

Eso sin contar con que su justicia penal es infame en su proceder y altamente corrupta; su funcionamiento está condicionado por las convencías o percances que pueda tener la autoridad superior en la línea jerárquica ―de lo que puede suponerse que los altos mandos están al tanto del proceder de sus dependientes―, como bien lo expresa la desvinculación de todo el personal militar y policial que participa activamente de la defensa de la paz como derecho constitucional, de todo el que ―como en el caso de las denuncias por violaciones a menores― fueron expulsados como vástagos infectos de una institución intachable.

La institución militar ―a los ojos del civil― es nebulosa, llena de abismos y fracturas sobre las que no se puede discernir o incidir para cambiar. Las abundantes denuncias que se presentan frente a los cuerpos de control y vigilancia dan cuenta de la podredumbre de la institución castrense; el trato que dan ―u omiten dar― a las denuncias, siembra una zona de anomia donde la impunidad de sus acciones es la única constante.

Esto les ha dado la libertad, en primera lugar, debido al desconocimiento sobre su esencia y función, de hacer lo que se les venga en gana; y en segundo lugar, dada la impunidad que siembra su justicia penal ―que no resuelve nada― y el ejecutivo ―amparando a sus perros de caza― como cabeza del ejército y la policía nacional, el no poner las sanciones que corresponden a sus acciones.

¿Qué podemos hacer nosotros, hambrientos, perfilados, excluidos, silenciados, frente a este colosal aparato de represión?, ¿claudicar?, ¿rendirnos? ¿Qué puede hacer la carne frente a sus escudos y balas? ¿Qué puede hacer el grito de rabia frente a sus sonares, sus granadas aturdidoras y tanquetas?

Nosotros, los obreros de Brecht inquiriendo a la historia por su lugar en ella, los olvidados de Buñuel, los mantenidos, los mamertos, los desaparecidos, los exiliados, los que impidieron que su esencia fuese cosificada para transar con ella como mercancía barata, nosotros que no tenemos su presupuesto de defensa, que no hacemos parte del partido en el gobierno, nosotros que no tenemos su marco de acción definido por la criminalidad y ampliado por la impunidad, que no podemos servirnos de su fuerza brutal, violenta, asesina, solo podemos avanzar hacia la aurora.

Seremos carne de cañón, tratarán de eliminarnos, dejarán su furia sanguinaria atronar con su lluvia de plomo, nos seguirán y desaparecerán; pero al igual que en Cisjordania y Ucrania y en todos los lugares del mundo donde el ser del hombre no vale nada, seguiremos marchando, danzando, cantando a la vida, recordando la vida, narrando la vida y defendiendo la vida hasta las últimas consecuencias ―que en un país donde la vida no vale nada siempre implica la muerte―.

De esta forma, aun en medio de la penumbra más aterradora, la libertad, el amor y la dignidad irrumpirán como una luz de fuego inmarcesible que nos guiará a la victoria.

Seremos poder y desde allí amaremos infinitamente la vida; tanto, que aquellos que se definen a sí mismos como nuestros enemigos ―aunque nunca los odiamos por sí mismos sino por lo que hacen desde el ejercicio del poder― y nos definen como la negación total de su verdad ―pese a que no tenemos verdades absolutas y trascendentes, solo la necesidad acuciante de una vida digna― no les dejará más opción que amar; porque esa es la única verdad, porque donde se ha hecho el amor, ninguna diferencia política, étnica o religiosa, puede estar por encima de la vida.

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