Cómo queda el mundo después de la política exterior de Trump

Cómo queda el mundo después de la política exterior de Trump 

Su promesa de campaña, que le dio el triunfo con el eslogan 'Make America Great Again', lo llevó a moverse duro y a firmar tratados para favorecer los intereses de EE. UU.

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noviembre 15, 2020
Cómo queda el mundo después de la política exterior de Trump 

La política exterior de Trump tuvo como objetivo prioritario llenar de contenido las consignas de América First y Make America Great Again con las que ganó un apoyo significativo entre los veteranos de la clase obrera industrial y la pequeña y mediana empresa de su país, lesionados por la globalización neoliberal.

La persecución de este objetivo en el plano económico llevó, en primer lugar, a frustrar el Acuerdo transpacífico de cooperación económica, elaborado y puesto en marcha por el gobierno de Obama, impidiendo la incorporación de los Estados Unidos al mismo. A proponer y conseguir la anulación de Nafta, el acuerdo de libre comercio suscrito por Canadá, los Estados Unidos y México, y su reemplazo por un nuevo tratado que, aparte de introducir ventajas adicionales para los productores de su país, incluyó la cláusula que obliga a las empresas estadunidenses y mexicanas a elevar los salarios de sus trabajadores con el fin de reducir la brecha salarial entre los trabajadores mexicanos y los americanos. La construcción del muro en la frontera con el que tantas veces amenazó obedeció a la misma lógica: poner fin a la competencia de la mano de obra ilegal que fuerza a la baja a los salarios de los trabajadores estadounidenses.  Y si no lo construyó fue porque arrancó al presidente mexicano López Obrador el compromiso de impedir el paso de los inmigrantes centroamericanos.

También libró batallas dialécticas con la UE, a cuyas exportaciones acusó de competencia desleal, castigó con nuevos impuestos y amenazó con imponer unos cuantos aún más gravosos. Su blanco preferido en este terreno fue Alemania, a la que sometió a una presión constante para obligarla a paralizar y finalmente a renunciar al proyecto Nord Stream 2, destinado a suministrar gas ruso por la vía mar Báltico a la primera potencia industrial europea y la tercera del mundo.

Trump consideró que dicho proyecto no solo socavaba el apoyo alemán a la estrategia de cerco y aniquilamiento de Rusia adoptada por el presidente Obama. sino que, además, ponía entre dicho el ambicioso proyecto de las gigantes de la industria petrolera norteamericana de exportar gas licuado a Europa Occidental. Gracias al empleo a gran escala del fracking, Estados Unidos se convirtió durante el gobierno de Trump en el primer productor mundial de gas y petróleo y el plan era licuar una parte sustancial de dicho gas y transportarla en buques cisternas hasta los puertos europeos. En especial a los alemanes. Un proyecto que en su momento pareció razonable debido a los altos precios del petróleo del Medio Oriente.

La defensa a ultranza de los intereses de las grandes petroleras americanas, movió a Trump a no firmar el Acuerdo de París, el compromiso de la mayoría de los países del mundo de actuar en defensa del medio ambiente, seriamente amenazado por el cambio climático, el bloqueo de las iniciativas legislativas en defensa del medio ambiente, su compromiso sin fisuras con el fracking y la apertura de Alaska a la explotación petrolífera.

A estas decisiones hay que sumar el apoyo decidido de Trump a la política del primer ministro Ben Johnson de abandonar la UE, incluso sin acuerdo, que vino a demostrar hasta qué punto él consideraba a la unión europea un competidor que potencialmente puede ser aún más temible que China. La potencia económica emergente, cuyo vertiginoso crecimiento económico, amenaza a la hegemonía mundial de los Estados Unidos.

China fue la bestia negra de Trump. En repetidas ocasiones acusó a sus exportaciones de ser determinantes de la ruina de las empresas norteamericanas y del deterioro de su economía. Por lo que no vaciló en desencadenar una escalada de impuestos a las importaciones chinas que solo interrumpió la irrupción de la pandemia que forzó a una tregua de hecho en dicha guerra comercial. Trump no desaprovechó sin embargo la ocasión para acusar a las autoridades chinas de haber generado y propagado deliberadamente el covid-19, al que para rematar llamó “el virus chino”. Y convencido de que la Organización Mundial de la Salud era cómplice de este plan maligno anunció el retiro de su país de dicha organización internacional.

Pero la política exterior de Trump también tuvo una dimensión estrictamente política. Para hacer América grande de nuevo, él no dudó en desencadenar una versión actualizada de la Guerra fría, cuyos blancos han vuelto a ser como antes Rusia y China. La columna vertebral de esta estrategia es militar y ha consistido en el constante incremento durante su gobierno del presupuesto de defensa. El de 2020, el último aprobado, es el más alto de la historia y pretende dos objetivos complementarios. El primero, forzar a Rusia a emprender una nueva carrera armamentística que termine por arruinarla económicamente, como arruinó a la Unión Soviética. Para conseguirlo Trump rompió el tratado suscrito con los soviéticos que limitaba el uso de misiles de corto y mediano alcance, ordenó la realización de ejercicios militares de gran escala en las fronteras europeas de Rusia, ha exigido a los países de la UE el incremento de su gasto militar hasta el 2% de su PIB, ha amenazado con la incorporación de Ucrania a la OTAN y no se descarta que haya atizado bajo cuerda el actual conflicto entre Azerbaiyán y Armenia. El bloqueo al gaseoducto Nord Stream se inscribe en esta perspectiva, por cuanto castiga las exportaciones de la industria petrolera rusa, uno de los pilares de la economía de dicho país y se suma de hecho a la ronda de sanciones económicas impuestas previamente.

El otro objetivo de tan apabullantes incrementos del presupuesto militar es el de apoyar el aislamiento político y comercial de China, con demostraciones de fuerza destinadas a conjurar posibles deserciones de aliados y subalternos, como la protagonizada por el deseo declarado del presidente de Filipinas Rodrigo Duterte de beneficiarse del proyecto de la Nueva Ruta de la Seda de China.  Durante el gobierno de Trump la US Navy ha intensificado el patrullaje en el mar de China y en octubre pasado el congreso aprobó de Estados Unidos aprobó una venta de armas a Taiwán por un monto de 1.800 millones de dólares y la semana pasada se anunció la inminente entrega a las fuerzas armadas de dicho país de 4 drones de combate no tripulado, un armamento de última generación con un costo de 600 millones de dólares.

Y como corona de esta estrategia militar Trump decidió hacer realidad por fin la guerra de las galaxias propuesta en su día por Ronald Reagan, creando la Fuerza Espacial, la sexta rama de las fuerzas armadas norteamericanas, destinadas a operar en espacio exterior, el campo de batalla de las venideras guerras en gran escala entre las grandes potencias.

En el contexto de esta estrategia global, la política exterior ha tenido objetivos más limitados. El más importante de los cuales puede resumirse en términos de apoyo incondicional a Israel. Trump concedió al gobierno de Benjamín Netanyahu todo lo que podía conceder. El reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel con el traslado de la embajada de los Estados Unidos de Tel Aviv a esa legendaria ciudad. El reconocimiento así mismo de la anexión de buena parte de Cisjordania al territorio israelí y la ruptura del Acuerdo nuclear con Irán. Acuerdo que cuando fue suscrito por el presidente Obama enfureció a tal punto a la dirigencia israelí que forzó, la realización de una sesión conjunta de la Cámara y el Senado con Netanyahu como único orador, que aprovechó tan solemne ocasión para arremeter contra dicho Acuerdo y contra su impulsor: Barack Obama.

Y no por último menos importante: Trump rompió el bloqueo diplomático impuesto por el mundo árabe a Israel, promoviendo y consiguiendo que los Emiratos Árabes Unidos y Bahréin primero y el Sudán después establecieran diplomáticas con Israel, antesala de las que presumiblemente establecerá Arabia Saudita en un futuro próximo.

En América Latina el hecho más destacado fue el reconocimiento por parte de Trump de Juan Guaidó —presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela— como “presidente interino” y la movilización de todos los recursos diplomáticos del Departamento de Estado para que medio centenar de países hicieran lo mismo.  Pero fueron igualmente remarcables el recrudecimiento de las sanciones a Cuba, que puso fin al período de distensión promovido por Obama, y el apoyo discreto pero efectivo al golpe de Estado “blando” en Bolivia que derrocó al presidente Evo Morales.

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