Un día antes, cuando todo marchaba normal y los muertos los ponía el Asia y Europa, tan solo el pesar nos invadía y el temor no asomaba. La vida transcurría normal en todos los campos y sectores de la vida, ¡incluida la educación!
Ni siquiera la globalización, la tecnología, los problemas sociales, el desempleo o la violencia habían impactado en sus centenarias estructuras y el “negocio” marchaba a todo vapor, sin moros en el frente, sin regulación, con orgullo y altivez (¡nosotros no necesitamos, nos necesitan!), con displicencia y negligencia, sin autoevaluación y sin medición ni consideración de los impactos sociales de sus procesos. Todo marchaba sobre ruedas. Los estudiantes migraban, desertaban, pero llegarían otros migrantes y nuevos “clientes”, total ¡nos necesitan! Dirían las universidades: “nosotros garantizamos un futuro laboral y el anhelado ascenso social; o estudias o estás condenado a la pobreza total”. Por ello, los dos principales actores sucumbieron ante la mediocridad y mala fe de rectores y directivos medios al despreciar a la abundante demanda estudiantil y al relegar al humilde profesor, ese el que genera los ingresos operacionales, ni más ni menos.
La calidad educativa, en la mayoría de los casos, para nada fue problema ni preocupación. El corrupto gobierno de turno, representado por los funcionarios del Ministerio de Educación y sus comisiones y departamentos, formularon normas de acreditación laxas e insulsas, susceptibles de “cumplir” (el papel aguanta todo) gracias a la mediocre y cómplice actitud de los pares evaluadores, más interesados en unos pírricos honorarios y una que otra atención que en velar por el interés público de millones de muchachos y muchachas en busca de su futuro.
Y eso no es problema solo nuestro, hace años en los mismos EE. UU., un colectivo de egresados universitarios “han demandado a estos centros, argumentando que después de pagar sumas superiores a 100.000 dólares y tras años de buscar trabajo no se han empleado en el campo de su preparación, terminando en labores no calificadas y mal remuneradas”. Para salirse de la responsabilidad, las instituciones la devuelven a los propios estudiantes. Pilatos en carne y hueso.
Pero no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. Como un suspiro, cual designio divino, aparece un fenómeno que, de un solo golpe, la lanza al asfalto social, le baja el turmequé, la hace aterrizar y evidencia la incapacidad de pseudodirectivos tanto administrativos como académicos. Qué horror, se desnudan sus carencias, sus limitaciones, sus embustes, sus farsas, su displicencia, su orgullo, su manipulación, su maltrato a estudiantes, docentes y padres de familia bajo la ausencia cómplice del Estado.
Y, como por arte de magia, gracias al avance de la tecnología y el artificio de la videocharla, se “inventa” la educación virtual o mediada electrónicamente. Y, asimismo, tanto universidades como gremios, empresas, asociaciones, etcétera, etcétera, empiezan a “montar” cursos, conferencias, seminarios, talleres, especializaciones, maestrías y hasta posgrados. De la noche a la mañana todos se vuelven educación virtual; pseudouniversidades, de esas que el Papa Francisco persigue para acabar con la corrupción religiosa, emergen como expertos en educación virtual y hasta sientan catedra. ¡Y todo en un minuto… de Dios! A los docentes, esos sobre cuyos hombros gravitan los ingresos operacionales, reciben toda, absolutamente, toda la carga. Y una vez más los directivos empiezan a “diseñar” estrategias, modelos, reportes, bla, bla, bla; eso sí, para que las haga el profesor y las sufra el estudiante.
Empiezan las inversiones para llenar las arcas de Google y demás empresas tecnológicas; se capacitan a los “obreros” (léase docentes) en la ignorancia mas horrible. Se confunden los medios, las metodologías, los recursos dado el desconocimiento de lo que signfica el proceso de enseñanza-aprendizaje. Los que dominan una plataforma, sin saber nada de educación y sus disciplinas, se convierten en protagonistas y vedetes de las universidades mientras los docentes sufren el dolor de sus estudiantes.
En el mejor de los casos los estudiantes se topan con un docente honesto y preparado. En la mayoría de los casos, las cámaras ocultan al mediocre profesor que recita una presentación en PPT y que pone a los estudiantes a hacer lo que él nunca ha hecho. ¡Qué horror! ¿Y los directivos? ¡Bien, gracias! Ni saben ni quieren saber. No les importa salvo sus intereses personales, ni siquiera los institucionales. Especuladores, vendedores de humo que logran hacerse a las esferas de poder acudiendo a artimañas, hipocresía o manipulación.
Estamos ante una edurrea de virtualidad: de la noche a la mañana todos se volvieron expertos en educación virtual. ¡A costa de los padres, sus ingresos y sus hijos! ¡No hay derecho!