A Patricia Ariza la atormentaba el insomnio desde hacían dos semanas. Los días después de llegar de la Feria del Libro de la Habana fueron convulsas. Desde Palacio llegaban rumores incómodos. El presidente no le pasaba el teléfono y la relación con el viceministro de cultura, Jorge Zorro, que habían sido tensas desde su nombramiento impuesto por el Presidente, terminaron de romperse. Laura Sarabia, la jefa de gabinete portadora siempre de las malas nuevas, la llamó minutos antes de que Gustavo Petro hiciera público su decisión, para decirle que no iba más. Con la rabia galopando por sus venas se desahogó con Diana Calderón en “Hora 20”: Si, le hubiera gustado que el presidente le hubiera dado la cara (..) Luego le envió la una carta pública, valiente, sincera, dolida para dejar las cuentas claras y no dudó en comentar que Petro era un hombre triste.
Vea la carta abierta de Patricia Ariza
Pero como viene haciendo desde los ocho años, cuando la echaron del colegio en Vélez, Santander, el lugar donde nació, por un romance ficticio con un soldado, agarró sus pedazos y se rearmó. El lugar que escogió para nacer de nuevo fue la Candelaria, el teatro que creó en 1967 junto a Santiago García, su maestro, su esposo, su todo. Patricia Ariza, quien a sus 76 años tiene la energía de un Rolling Stone, desempolvó uno de sus monólogos más queridos, No estoy sola, para conmemorar no sólo el día de la mujer sino para terminar de arrancarse el dolor de haber sido maltratada por Petro.
Fue emocionante. Una vez terminó su monólogo de 45 minutos, el teatro estalló. Fue tan emocionante como la tarde en Villavicencio cuando presentaron, en 1979, en pleno estatuto de seguridad de Julio César Turbay, Guadalupe años cincuenta, la obra cumbre de su grupo, La Candelaria. Le tenían tanto miedo al combo que formó con el maestro Santiago que les enviaron a 15 soldados para que estuvieran adentro del teatro. De nada les valió protestar. Guadalupe duró 5 años gestándose. Si hubiera que explicarle a un marciano como fue la primera década de la violencia en Colombia tendrían que hacerlo viendo esta obra. Viajó a los Llanos a conocer de viva voz el relato de los sobrevivientes. Se aprendieron todas las canciones. Les temía, el poder les temía. Por eso tuvieron que aguantarse la provocación. El ejército les decomisó todos los fusiles de utilería.
A los 15 minutos de arrancar se dio cuenta, mirando con el rabillo del ojo, que no sólo el público estaba metido en el cuento, sino que los soldados estaban hechizados. Algunos lloraban, otros se quitaban los cascos y entendían, como una bofetada despertadora, la estupidez de llevar a muchachos colombianos a morir en Corea. Y de pronto, cuando el comandante de la tropa se dio cuenta que sus hombres estaba hechizados con la obra, los sacó del teatro. Patricia recuerda, cuarenta y tres años después, el dolor que le causó ver salir del recinto a esos soldaditos.
Patricia se bajó de la tarima y empezó a abrazar a sus amigos más cercanos. Algunos los conoce desde su primera juventud, cuando era una muchacha de 17 años que terminó enamorada de Gonzalo Arango, padre creador del nadaísmo. Muchos que estuvieron con ella en la noche fría del miércoles 8 de marzo la conocen desde los años sesenta, cuando era una estudiante de filosofía y letras de la Nacional, estuvieron con ella cuando decidió dejar la Nacional para meterse de lleno en las tablas, la ayudaron a hacer, en 1966, el Festival Teatro de Cámara, el mismo año en el que decidió meterse al Partido Comunista y una década después a militar en la Unión Patriótica.
Cuando Gustavo Petro decidió nombrarla en el ministerio de cultura, hasta los enemigos más acérrimos del presidente celebraron el nombramiento. Patricia Ariza no sólo es un símbolo de las tablas sino de la resistencia. En 1988, en pleno gobierno de Virgilio Barco, recibió por primera vez la humillación de un presidente. En una decisión autoritaria de Barco, ordenó allanar el teatro la Candelaria. Algunos soldados incluso fueron hasta su casa y estuvieron a punto de quebrar sus vidrios. Y si no hubiera sido porque el periodista Hernando Coral sacó su cámara y filmó la escena, su casa en el barrio la Candelaria habría quedado hecha escombros.
Patricia ha vivido demasiado para ser inocente. En Urabá, a comienzos de los noventa, conoció un grupo de mujeres a las que los paramilitares no les había permitido enterrar a sus seres queridos después de una masacre. De ahí se le ocurrió montar su particular versión de Antigona. Vio como el Alzheimer destruía la inteligencia de Santiago García y también vivió en carne propia ser ninguneada por un presidente que en el fondo nunca confió en ella.
Se perdió una ministra, pero se recuperó a una leyenda. Eso quedó claro esa noche en la Candelaria. Otra vez Ariza había mudado de piel. Ya anuncia nuevas fechas para su monólogo. Nada la podrá quemar.
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