El 8 de septiembre, en Bogotá, dos policías asesinaron a un abogado de 45 años que salió a comprar unas cervezas. Su nombre, Javier Ordóñez. Él murió pidiendo clemencia como quedó registrado en un video de sus acompañantes.
Al día siguiente miles de jóvenes salieron a las calles de la capital a expresar su ira por el asesinato del abogado. La respuesta de la policía fue dar bala. El saldo: 13 muertos y más de 200 heridos, 66 por armas de fuego.
El 10 de septiembre se convocaron nuevas movilizaciones en Bogotá y otras ciudades del país. La respuesta policial fue la misma: reprimir y disparar a los manifestantes.
La alcaldesa de Bogotá, Claudia López, exigió a la Policía no usar armas de fuego contra los manifestantes.
El ministro de defensa salió a decir que habían detectado una red internacional de ataques organizados contra la policía.
Duque salió a solidarizarse con la fuerza pública, ni un solo llamado de solidaridad con las familias de los muertos.
Uribe, en prisión, publicó un trino dando instrucciones precisas de lo que se debía hacer: toque de queda del gobierno nacional, fuerzas armadas en la calle (con sus vehículos y tanquetas), deportación de extranjeros vándalos (entiéndase venezolanos) y captura de autores intelectuales.
Así mismo, Uribe señaló a Santos, a Petro y a Claudia López de estar detrás de las protestas, el mismo libreto.
La chispa que encendió la primavera fue el asesinato cruel y despiadado del abogado Ordóñez, pero lo que hay detrás de este estallido social responde a la dramática situación social y económica que padecemos la mayoría de los colombianos, agravada por la pandemia; en la que el gobierno nacional hizo feria con los recursos públicos, mientras la gente se moría en los hospitales o en sus casas y millones no probaban bocado en medio de la cuarentena.
Estamos ante la segunda ola de protestas que enfrenta el gobierno Duque, iniciada el año pasado y suspendida por la llegada de la pandemia. La gente ha perdido el miedo a las balas asesinas, a la pandemia y ha salido a las calles a expresar su descontento con violencia y enjundia. No se ha visto a un solo manifestante atacar a bala a un policía, sí lo contrario y en demasía, asimetría o uso desproporcionado de la fuerza se le llama a esto.
Para parar la masacre que paramilitares y fuerzas del Estado cometen a lo largo y ancho del territorio, y para hacerle frente al saqueo inconmensurable de las arcas del Estado se demanda de un inmenso movimiento social de carácter pacífico y beligerante, pero pacífico.
Solo con movilizaciones masivas en las grandes capitales del país se puede derrotar al régimen. No se puede apelar a una respuesta violenta de parte de la ciudadanía si se está exigiendo que pare la barbarie. Más que una guerra física, es una guerra psicológica la que hay que librar. Esta se se gana en la medida en que la ciudadanía en su mayoría se identifique con la causa política que se abandera, para lo cual es indispensable asegurar el carácter pacifico de la movilización.
La unión de las centrales obreras, el movimiento juvenil, los sectores sociales, barriales y las diversas expresiones políticas y artísticas de la sociedad debe confluir en una sola causa: parar la barbarie y el saqueo.
La reforma a la policía es una de las causas que los sectores políticos tienen que exigir para que este cuerpo armado no siga actuando como enemigo de la gente y obedeciendo a intereses claramente sucios y violentos de la sociedad. De esta forma, podemos retomar nuevamente la calle, la iniciativa y pasar de la reacción al ataque.
El uribismo está cada vez más diezmado, con su líder preso y enredado en la madeja burocrática de la justicia, sus esperanzas de libertad cada vez más son menores, de ahí su virulencia en las respuestas. La bestia está herida y es peligrosa.
Quieren patear la mesa para que el juego comience de nuevo, no hay que darles oportunidad. Seamos más inteligentes que ellos, el tiempo juega en su contra esta vez. Y salgamos por fin de las sombras.