Las expresiones políticas del bloque de poder dominante, conservadoras o liberales, santistas o uribistas, en últimas neoliberales fascistas unos más fascistas otros, seguirán bendiciendo con elecciones y politiquería clientelar de la más barata, esa que se hace con mermelada y feria de cargos, su reparto del poder, sin resolver por las buenas las causas de una confrontación de clases de más de medio siglo.
De contera, según se ve parece que siguen pensando que en La Habana lo que cabe es el sometimiento de la insurgencia y su posterior encarcelamiento, mientras a gran parte de la izquierda o de los sectores democráticos se los trata de meter en el redil del oportunismo o del miedo y, en últimas, en el sofisma de definirse por la paz o por la guerra, representando estas opciones dentro del falso dilema maniqueo en el que el uribismo es la guerra y el santismo es la paz. Se pretende que pasemos por alto que ambas cabezas de estos sectores del bloque de poder dominante son la encarnación, con matices, del militarismo, la plutocracia y la entrega a Washington.
Ya con el candidato presidente repitiendo cargo en la Casa de Nariño y transitando ahora la realidad política sin las presiones de las ciertas o fingidas polarizaciones electorales, a la izquierda, a las fuerzas democráticas y del campo popular en general, les corresponde balancear el significado de la reelección de Juan Manuel Santos, analizar el papel que las diversas fuerzas políticas y sociales jugarán en el escenario político y definir claramente la estrategia a seguir en la lucha por los cambios estructurales que en materia económica y política sobre todo, requiere Colombia para alcanzar la paz verdadera, que sin duda alguna es la que se define poniendo freno al neoliberalismo, a partir del establecimiento de la democracia y la materialización progresiva de la justicia social.
Considerando que el tema de la paz ha estado en el centro de los debates políticos, incluyendo los del reciente proceso electoral que se caracterizó por lo rastrero y carente de propuestas de estadistas que sugieran las maneras para encarrilar al país hacia un rumbo que no sea el del abismo, es necesario hacer una definición respecto del sentido de ese concepto tan instrumentalizado y manipulado por todos aquellos que de manera utilitarista y simplista, pretendieron sentar en el imaginario colectivo la idea según la cual votar por Santos era votar por la paz, porque el otro candidato de la oligarquía era la expresión viva de la continuación de la guerra.
Preguntémonos ahora, si más allá de las evidencias que indican el carácter neoliberal y guerrerista del Presidente que dialoga sin dar opción al desescalamiento de la confrontación, este tomará o no un sendero cierto de reconciliación que parta del reconocimiento de los derechos y la realización de las transformaciones sociales que durante todo su primer mandato le exigió el pueblo, protestando, movilizándose, volcándose a las calles y carreteras del país para hacerse escuchar. Porque es absurdo que desde el gobierno se siga repitiendo la letanía de que no se procederá con la puesta en marcha de los acuerdos hasta que termine el proceso, como si lo que estuviera pactado no fuera precisamente y en exclusivo, parte de las soluciones a las exigencias urgentes de las comunidades. Y más contradictorio e irracional es que mientras se desenvuelven las discusiones sobre cómo resolver las necesidades del pueblo, como ocurrió durante los debates del punto de Participación Política en la Mesa de La Habana, el gobierno responda a la población inerme que alzó su voz, con la militarización, la criminalización y la represión perversa, arrojando resultados pavorosos que no se pueden pasar por alto: alrededor de 500 heridos, muchos de ellos mutilados, cerca de 800 judicializados y 21 muertos por cuenta de un gobierno que además de los brutales esbirros del ESMAD, lazó como perros de presa contra los manifestantes, miles de efectivos del ejército, armados con fusiles y escoltados con tanque de guerra.
¿Insistirá el Presidente en el fortalecimiento bélico, en la reprimarización de la economía, en su degeneración extractivista y en seguirle abriendo paso a la dinámica especulativa del capital financiero? ¿Persistirá en el aplastamiento represivo de la protesta ciudadana y en la búsqueda quimérica de la derrota militar de la insurgencia o de su sometimiento en la mesa de conversaciones, a partir de una práctica en la que haga prevalecer la guerra?
Partiendo del juicio cierto de que la perpetuación de la injusticia es una grave forma de violencia que victimiza a los pueblos que la padecen, lo lógico sería que si lo que el mandatario pretende, efectivamente, es cumplir con un mandato de paz que surge del clamor generalizado en favor de tal propósito, sus pasos tendrían que encaminarse hacia la eliminación de esa forma de violencia que es la perpetuación de las injusticias , lo cual, entre otras cosas es lo que justifica moralmente la subversión como forma legítima de respuesta a los victimarios.
Francamente, entonces, el compromiso de paz verdadera debería ir más allá de su referencia a la finalización del conflicto armado y debe dar pasos ciertos hacia la resolución de los problemas de los que aquel se deriva; es decir resolver los asuntos que han generado y profundizado la confrontación socio-económica, lo cual implica el hasta ahora negado cambio de las condiciones estructurales que atizan la lucha social, desistiendo del militarismo y del engaño torpe que anuncia el pos-conflicto como si fuera el resultado esperado del “heroísmo” de las fuerzas armadas institucionales, lo que se acompaña de un absurdo envanecimiento de estas por parte de los regentes del establecimiento, que otorgan a su accionar un falso papel determinante para que las FARC se decidieran a iniciar y mantenerse en el camino del diálogo hacia un posible acuerdo para la finalización del conflicto armado, al tiempo que se anuncia aumentar la inversión militar.
Respecto a esta temática, nadie debe llamarse a engaños: si no hay desmilitarización de la sociedad y del Estado, la paz es un supuesto negado, tanto como si no se dan las transformaciones de orden estructural que reclama el país. Por ello es hora de bajarle el volumen al cacareo que se produce cuando alguien se atreve a hablar de la necesidad de abordar el espinoso tema de la reducción y transformación de las Fuerzas Armadas, incluyendo la doctrina militar signada por la concepción del enemigo interno, pues nadie puede olvidar el nefando papel que el aparataje militar y de policía ha jugado en la ejecución de la guerra sucia y el surgimiento de la crisis humanitaria que existe en el país. Muchas reformas habrá que hacer en este campo, como transformaciones deberá tener la política económica, que parece ser el otro factor intocable desde la visión de las oligarquías. Pero no, a ese cacareo también habrá que bajarle el volumen si lo que se busca es la paz justa y no la de los sepulcros.
Persistir en la vana idea del régimen, de que la paz es la victoria, dando a entender que es por la fuerza militar que se logrará llegar a tan anhelado objetivo, es una falacia que ya cumplió medio siglo de terquedades y torpezas. No hay tal posibilidad, y persistir en esta impertinencia es menospreciar y pisotear tanto el anhelo de reconciliación de las mayorías, como vilipendiar la sincera voluntad de diálogo que como principio enarbola la insurgencia y ahora enfatiza para poder llevar a buen puerto el intento de reconciliación que se adelanta en La Habana.