Hay enfermedades graves, de las cuales se puede morir; hay otras que aun no siendo mortales pueden hacer sufrir a un ser humano por mucho tiempo, aunque su desenlace no deja de ser el mismo; hay, por último, males sociales que pueden hacer del solo hecho de estar enfermo un calvario y que buscar alivio en el sistema de salud pueda ser incluso más doloroso que la misma enfermedad.
Repetidas son las quejas sobre el servicio del sistema de salud de Colombia, quejas que si bien en ocasiones se exhiben a la luz pública no dejan de ser acalladas. Quizá por eso es por lo que alzo mi voz en protesta del indigno sistema de salud, un sistema enfermo de muerte, luego de acompañar a mi abuelo a una cita médica el pasado mes y de vivir en carne propia lo que cientos de personas viven a diario.
Síntomas del sistema de salud
El primer síntoma es la indiferencia: Quisimos cambiar a mi abuelo de EPS hace varios años, pero todos los esfuerzos fueron inútiles: no permitieron su traslado por la edad. De modo que no habiendo otra opción nos levantamos temprano —hay que llegar una hora y media antes, determina mi abuelo— y nos dirigimos al Instituto Cancerológico a la lectura de los resultados de un cateterismo que le habían practicado días antes. Al llegar, debimos hacer una fila de media hora para que autorizaran la cita —cita que ya se había pedido días antes por teléfono— y luego otra de una hora para entregar la autorización. Cuando por fin llegué a la ventanilla tuve que bajar al primer piso a sacar una fotocopia de la autorización y volverla a subir, para que pudieran atender a mi abuelo. Mientras tanto él permanecía hablando de los achaques de la vejez con alguna señora que el azar había sentado a su lado —siempre ha sido muy hablador—.
No bien hube entregado el papel tuve que enfrentarme a la realidad. El silencio tenso de la sala de espera; los rostros abatidos de los ancianos demacrados y enfermos con llagas en el rostro y con dificultades para respirar, que arrastraban su vida en un tanque de oxígeno; el aire enrarecido por las exhalaciones de enfermedad y muerte; las enfermeras impasibles e inconmovibles; las funcionarias inexpresivas y de semblante hierático que no contestaban a las preguntas que les hacían; la espera interminable. En líneas generales toda una humanidad dolorida y encerrada en cuatro paredes, cuya única ilusión era escuchar su nombre.
Cuatro horas de espera (adicionales a la hora y media de fila) en las que escuché a ancianas y ancianos llorar para que los atendieran y que preguntaban el porqué de la demora y que por respuesta recibían el regaño de una enfermera: ya le dije señora que el doctor está ocupado, que es que tiene un viaje, que es que se reprogramaron las citas, que es que le ha tocado duro, que es que no hay más médicos, que es que ya llega; que tiene que ser paciente, que entienda, que ya le había dicho señora que hay que esperar. Y yo también a punto de llorar porque me daban las mismas respuestas: que no sé cuánto se demora el doctor, que es que llegó tarde, que es que viaja mañana, que es que eso siempre se demora, que es que tocó ponerle todas las citas hoy, que la cosa está represada, que ya le dije hace una hora que hay que esperar; y además no tenía ya que leer ni cómo matar el tiempo, porque mi abuelo tenía hambre y se le habían acabado las ganas de hablar y porque cuatro horas esperando, en ocasiones de pie, porque la sillas no alcanzan para todos, son mucho tiempo para un adulto mayor.
Dice Voltaire que muchas veces hay en las expresiones vulgares una imagen de lo que ocurre en el fondo del corazón de los seres humanos: una de estas puede ser ¡No hay derecho! Y es que no hay derecho a que después de cinco horas y media de espera entráramos al consultorio del Dr. Bustamante (el nombre es el real), que tenía prendido en la solapa de su bata un perrito en porcelanicron con gorro, bufanda y guantes navideños, que haría pensar a cualquiera que lo viera que ese era un médico alegre y querendón, pero la verdad es que ni siquiera tuvo la cortesía a mirar a los ojos a mi abuelo en toda la consulta y además casi ni lo saluda, sino que se sentó frente a su computador a cliquear a cliquear y a cliquear y mi abuelo háblele y háblele y háblele —porque ya había recuperado el habla— y el doctor ignórelo, ignórelo e ignórelo hasta que mi abuelo entendió que el silencio incomodo del médico quería decir que se callara y se calló y lo único que hizo durante los quince minutos que estuvimos viendo al gran señor de bata que cliqueaba en el computador fue intentar controlar los temblores de su mano derecha y esperar a que aquel Dios de la modernidad le dijera que estaba bien, que no se preocupara, que no iba a morir; porque en realidad —lo dice William Ospina y no yo— “pocas cosas reducen al hombre a la inermidad y a la impotencia como el poder de los médicos”. Yo permanecía mientras tanto inmóvil y avergonzado por no poder hacer nada, incapaz de decir algo frente a ese señor de corazón de hielo y pensando en una frase de no me acuerdo quien, que decía que los médicos saben mucho, pero de medicina es de lo único que saben y ni siquiera eso. Al final la estatua habló, dio su diagnóstico, la fórmula y se despidió.
Durante esas cuatro horas me impresionó la forma en que el personal de la clínica acogía todo lo que pasaba con una indiferencia distraída, agotados por el esfuerzo, pendientes de no doblegarse en el deber cotidiano, sin inmutarse frente a la adversidad que los rodeaba, abstraídos en sus propias penas y sin darse cuenta de que ellos eran los artífices de dolores y penas más grandes que las cargaban a cuestas los pacientes.
El segundo síntoma del sistema de salud es la desmoralización propia del paciente que se quiere morir: Por un lado, están los médicos, las enfermeras, las recepcionistas, que parecieran no querer que la situación cambie, pues siguen absortos en el día a día y en sus mismas prácticas. Por el otro, el gobierno parece impotente de cambiar las cosas pues la reforma a la salud que pretendía mejorar y humanizar el servicio se hundió en el congreso hace unos meses y nada pasó y los ciudadanos debieron conformarse con lo que había, en último lugar están los usuarios que se acostumbran a la mediocridad, al mal trato, a las largas esperas, a la indiferencia, al mal servicio sin poderse quejar ni oponer. ¿Qué otra cosa pueden hacer en su situación?
El diagnóstico
El hábito al dolor y a la enfermedad es peor que el dolor y la enfermedad misma. Los hechos en aquella visita sorprenden por su dureza. Habrá algunos que digan que no se puede juzgar el sistema de salud por un solo caso, pero es que la misma situación la vivieron los cientos de usuarios desvalidos e impotentes que esperaban conmigo en la sala de espera y en las filas, usuarios que debían conformarse con las excusas de las enfermeras, con la parquedad de los médicos, con la exposición vergonzosa de su dolor. La terrible enfermedad del sistema de salud en Colombia es la del abandono: enfermedad que desafortunadamente sufren por contagio los usuarios, que no tienen otra opción que conformarse con el trato mezquino y desdichado que les da el gobierno y que inocula el gobierno con su corrupción y su indiferencia. Bien lo decía Camus que todo pecado es mortal y toda indiferencia es criminal.