La semana pasada entré a Netflix. Quería ver El Poder del Perro, el demoledor western de Jane Campion. Me gusta contemplar la podredumbre humana, así que paso siempre con curiosidad a ver qué están viendo los colombianos. No me sorprendió ver que los cinco programas más vistos eran series que ya habían pasado en años anteriores Caracol y RCN. Algunas, como Nuevo Rico, Nuevo Pobre, la están pasando en este momento en la parrilla de tv nacional. La razón por la que lo ven de manera compulsiva es porque en la plataforma se puede maratonear y, además, no hay comerciales. Betty la fea sigue ahí, infatigable, al igual que La reina del flow, un fenómeno que se torna global con el paso de los días.
Cualquiera que viera el Top 10 semanal en Colombia creería que Netflix es una plataforma limitadísima. En casos excepcionales, como pasó con Sex Education o El juego del calamar, la mayoría demostró tener criterio. Pero por lo general en este país usan la plataforma sin ningún tipo de curiosidad, sin correr riesgos como espectadores, flotando en el mar tranquilo de lo conocido. Y es una pena porque semanalmente uno puede encontrar series, películas o documentales extraordinarios. En Netflix están varias de las 10 mejores series de la historia, empezando por Breaking Bad y su spin off Better call Saul, que se dispone a entrar en su quinta y última temporada. Hay producciones europeas maravillosas en su sencillez como la irlandesa Derry Girls, o complejas como la islandesa Katla. Joyas inclasificables como Nuevo sabor a cereza, comedias románticas originalísimas como Glow o la injustamente cancelada Love, manuales de humor negro como Pretendamos que es una ciudad de Fran Lebowitz y Martin Scorsese, trillers atrapantes como Versace, comedias inmortales como Seinfeld, comedias entrañables como El método Kominsky. Bueno, Netflix es un continente que en Colombia solo se queda en las costas del algoritmo, en donde muy pocos bandeirantes pueden animarse a adentrarse hasta su corazón de las tinieblas.
Porque por esa pereza intelectual, esa falta de curiosidad es que muchos afirman que Netflix está completamente sobreestimado, que no hay nada para ver. Uno para disfrutar siempre tiene que saber. Ese es uno de los grandes problemas de nuestra educación, los profesores son tan horriblemente aburridos que no enseñan lo más importante: que uno puede disfrutar con las cosas más hermosas y el arte, desde los griegos, no ha sido más que eso, la búsqueda de la belleza. Por eso nos genera escozor un documental de tres horas como la gira de Dylan del 75 condensada en Rolling thunder, y nos negamos a la belleza alcohólica de Drunk, la obra maestra de Thomas Vinterberg, y sufrimos porque nos perdemos todo eso, por esa costumbre de mirarnos el ombligo, de rehusarnos a leer subtítulos. Igual no es culpa de nosotros, somos hijos de nuestros profesores, aplastados por salarios de hambre, acorralados por la mediocridad. Como sentenció el maestro Zuleta, cada vez que nos ponía en el colegio un libro nos lo negaban.
El top de Netflix es un indicador más de nuestra miseria intelectual, de la estupidez que nos ronda y que se resume en una sola frase: pagar Netflix para ver Nuevo Rico Nuevo Pobre.