Cierro mis ojos al oír las estruendosas detonaciones, corro tras la caseta donde, solo minutos atrás, la señora Magaly vendía comida, trago y mis galguerías favoritas, unos Choquis que tenía 3 meses sin probar; me tiro al suelo y cierro mis ojos, entre disparo y disparo, retumban en mi mente, más fuerte que las balas, las escalofriantes imágenes del fin último de mis seres queridos, no sabía dónde estaban; aún guardaba la esperanza de que estuvieran fuera de peligro; me atormentaba la culpa de no estar con ellos, quizás ellos no encontraron un refugio medianamente decente como el mío.
Al sonar lo que suponía era la última detonación de fusil, temeroso abrí mis ojos; la idea de los llantos que en mi mente presumían lo peor, aterrizaba gélidamente en la realidad de mis amiguitos de la vereda, quienes lloraban junto a los cuerpos sin vida o agonizantes de sus padres.
A mi izquierda, cuerpos tirados en el suelo, ninguno vivo; al frente, doña Rosa llorando desgarradoramente a su hijo Brayan. Temeroso avancé un poco, como mis piernas temblorosas me lo iban permitiendo, para ver a través de la caseta metálica que me sirvió de trinchera, y lo vi, vi lo que temía, de la ya dura realidad de mi existencia en la tierra, descendí al mismísimo infierno; al lado de un árbol, la camisa azul con palmeritas que tanto le gustaba a mi padre, la que había comprado en un domingo de misa en el pueblo, después de darnos un helado a mi hermanita y a mí y ese juguete imantado de pesca que tanto le pedí, cómo premio por ser "El mejor hijo del mundo" cómo me decía él.
A su lado, mi madre, la que antes de salir nos había preparado un caldito de huevo y arepita de queso, desayuno especial para una fecha especial, y con ella, camino al cielo, mi segunda hermanita que aún estaba en su interior.
Mi mente no lo soportó, por alguna extraña razón que aun no comprendo, es imposible para mi recordar lo que pasó después de eso, presumo que mi mente decidió desconectarse un momento para evitar tan dantesca realidad.
Cuándo mi mente decidió volver, yo estaba en una casa, ya había estado allí, paredes de tabla como casi todas nuestras casas, con un intento de pintura de cal resquebrajada, cuyo objetivo, asumo yo, trascendía lo estético, la idea era asemejar dichos retablos a una pared de ladrillo, cemento y estuco, es decir, disfrazar la pobreza, arte en el que éramos especialistas.
Al mirar a mi alrededor, y ante la decisión de mi mente de recordar a pesar del dolor me percaté de que definitivamente, sí había estado allí un par de veces gracias a mi única debilidad académica, las benditas clases de inglés. El profe Temístocles había decidido con mis papás, en una reunión de padres de familia, darme algunas clases adicionales solo para mí, y esa era su casa, la que la comunidad había construido, con mucho agradecimiento, para él.
Recordé la imagen de Doña Rosa, llorando sobre el cuerpo de su hijo Brayan, de 16 años, a mi corta edad es imposible saber lo que se siente la muerte de un hijo, pero imagino que no puede ser menos dolorosa que la muerte de un padre o de dos, y cuánto duele eso.
A mi lado, mi hermanita Deccy, solo 7 añitos, que ya no era ella… Esa bonita sonrisa con la que me tranquilizaba después de sus crisis de asma dejó de existir, solo era un cuerpo pálido y aparentemente vacío que respiraba única y exclusivamente porque no podía evitar hacerlo; y más al fondo unos 15 niños, mal contados.
Los conocía a todos, jugamos todos estos días de fiesta; ellos me conocían a mí, y me miraban con pesar, incluso Pacho, un grandulón de 15 años que por una razón que no comprendía, siempre que me veía quería pelear conmigo; yo solo le huía, siempre le tuve demasiado miedo a los problemas, más por la reacción de mis padres que por los golpes que seguramente iba a recibir de Pacho; hoy lo entendía más que nunca, su mamá se la había quitado un cáncer el año pasado, que le detectaron cuándo ya no había nada qué hacer.
Después de tanto silencio se escuchó una voz de júbilo —¡Llegaron! —dijeron en un grito casi murmurado. Todos los niños se volcaron a la ventana de la casa que daba a la cancha, no sabíamos a quiénes se referían; yo, desesperanzado decidí ir hacia la ventana, pero la del lado contrario, desde dónde vi más que ellos.
En ese ambiente dicotómico veía como detrás de mi gritaban de alegría por la llegada del Ejército, pero yo, a través de mi ventana veía cómo unos señores vestidos de negro se quitaban una cinta naranja de su brazo y se vestían de militares; el miedo me paralizó, no sentía mis piernas, pero sí que se estremecía cada parte de mi cuerpo; mi boca y garganta estaban completamente secas y experimentaban un sabor inexplicablemente cuproso.
La adrenalina hizo que mi mente funcionara a tope, lo entendí todo; ¡eran ellos!, eran ellos los que nos habían hecho esto, ellos nos habían atacado y lo peor, ellos habían acabado con mi vida, la de mis hermanos, mis sueños y mi esperanza de ser feliz.
En mi furia, mi mente fue conquistada por una sola idea, una idea que jamás se me pasó por la mente, que mis padres nunca me enseñaron, que no pude haber aprendido en ningún otro lugar sino ahí, ante esta repugnante realidad; y ahí, paralizado frente a esa ventana, después de ser un niño feliz, que anhelaba ser profesor, con risas, pero con más sueños que risas; viendo cómo se dibujaban sonrisas en los rostros de los asesinos de mi familia, persistía en mi mente esa maldita idea de tener que dedicar mi vida a matar a esos hijueputas.
Así es como este país —cuyo Estado solo llega a los territorios con la alforja llena de plomo— pierde a un futuro profesor y gana un hombre con sed de venganza…