Ese 3 de noviembre del 2002 fue un día de fiesta para los presos de Cárcel de Máxima Seguridad en Cómbita. Todo indicaba, según las noticias de televisión que Gilberto Rodríguez, la cabeza del Cartel de Cali obtendría la libertad por pena cumplida.
John Jairo Velásquez Vásquez, Popeye estaba con ellos. Las circunstancias de una reclusión compartida lo habían acercado a ellos después de haber sido su archienemigo junto a su patrón Pablo Escobar quien quiso exterminarlos en la guerra entre los dos carteles entre 1988 y 1992. En más de una ocasión habían hablado de los cinco atentados fallidos contra la vida de los Rodríguez Orejuela que con su sentido de humor, el paisa lograba transformar el resentimiento en chistes. Popeye también estaba contento
Había llegado a Cómbita a principios de ese año, después de estar casi una década en La Picota. Tenía que pagar 27 años de cárcel por el asesinato de 200 personas y su vínculo con otras 1.500 muertes violentas. Popeye era frentero y con su gracia entretenía a los guardias del Inpec; desde que llegó fue nombrado sirviente de patio. Debía limpiar retretes, duchas y barrer las áreas comunes ala aire libre que ocupaban 70 metros cuadrados. Un trabajo aburrido pero que le representaba una reducción de seis meses por cada año de condena. A ese paso, el gatillero más famoso del mundo recobraría su libertad en el 2014. Como sucedió.
La primera vez que Popeye cruzó palabras con sus enemigos más encarnizados fue esa noche del 3 de noviembre. Terminaba de hacer aseo al Patio 7, donde estaban detenidos los extraditables, y había sido testigo de cómo la salida del mayor de los Rodríguez Orejuela se empantanaba. A pesar de que los permisos estaban firmados Gilberto no pudo pasar el último anillo de seguridad.
A las cinco de la tarde, estando a una sola puerta de la libertad, lo tuvieron que llamar de vuelta porque a esa hora empezaba la última contada de presos del día. A sus 62 años el Ajedrecista tenía el pelo blanco, sufría de hipertensión y estaba obeso. El gatillero lo veía moverse como una fiera gorda, vieja e impaciente en una celda.
-Popeye, venga por favor- lo llamó Gilberto. Velásquez tiró la escoba al suelo y salió corriendo al llamado. El jefe del Cartel de Cali le dio una tarjeta y un número telefónico “Dígale a mi hijo que no se vaya a ir y que si no me liberan ésta noche que los abogados pongan un habeas corpus”. Popeye obedeció. A las dos horas, cuando todos los presos dormían, Gilberto Rodríguez Orejuela cruzaba la última puerta de la cárcel y era un hombre libre.
Dos días después las relaciones con sus enemigos se estrecharían aún más: Miguel y Popeye eran trasladados del patio 7, el más seguro de Cómbita, al 6, repleto de delincuentes comunes, un lugar en donde las puñaladas a traición eran una muerte casi natural. Entraron juntos y Miguel se veía nervioso. Popeye lo tomó de la mano y le dijo que estuviera tranquilo, que ahí encontrarían aliados que pelearían para ellos “Usted solo preocúpese para alistar la chequera, del resto me encargo yo”.
En ocho días la situación de los reclusos del patio 6 había cambiado abruptamente. Popeye encontró a dos gatilleros que habían trabajado para él en el Cartel de Medellín que les garantizaba seguridad. Además Miguel empezó a dar con amplitud sus ya acostumbradas dádivas: en las celdas aparecían sweaters marca Benneton, Tenis Adidas y radios Sony de cuatro bandas. El capo exigió, a punta de fumigaciones, que los piojos y las cucarachas que se anidaban en los fríos rincones de la cárcel fueran erradicados para siempre. Instaló máquinas de Nescafé automático, regalaba tarjetas a los reclusos para que hicieran todas las llamadas que quisieran y pagaba de su bolsillo el traslado de sus familiares en buses para las visitas quincenales.
Miguel mandaba en el penal. A su antojo salía a dar largas caminatas por el patio, en los raros días de sol se quitaba la camisa y se bronceaba y recibía a las mujeres que lo visitaban siempre bajo la atenta mirada de su nuevo lugarteniente, John Jairo Velásquez Vásquez.
Una noche, después de que su hija Diana fuera a visitarlo, Miguel mandó a llamar a Popeye.
-¿Viste a mi hija?
-Sí señor, es muy hermosa
-Pues el día en que te ibas a meter a mi casa la ibas a matar hp.
Recién se fugó Pablo Escobar de La Catedral ordenó un ataque con helicóptero a la casa donde vivía la familia de Miguel Rodríguez en Ciudad Jardín; debían dispararle a la sombre. El atentado se frustró por la falla técnica de una de las naves. El capo que tenía al frente Patrón supo todo y por eso Popeye pudo verle en esa fría noche del 2003 los ojos de ira inyectados de sangre, el odio en su mirada. Miguel se sosegó y aceptó las disculpas aunque dejaba claro que un Capo nunca olvida.
La armonía en la cárcel fue efímera. Miguel Rodríguez encendía el televisor y veía a su hermano en conciertos de Carlos Vives o en la cabalgata de la Feria de Cali pero sabía que el gobierno Uribe buscaba con urgencia la manera de frenarlo, como ocurrió dos meses después de haber obtenido su libertad. Un envío de 150 kilos de cocaína a Estados Unidos que realizó estando ya en la cárcel y que no confesó bastó para que se reactivara la extradición. Miguel lo supo en su celda: su hermano regresaría a Cómbita rumbo una cárcel de Estados Unidos y él se iría para la cárcel de Girón. Se fue sin haberse podido despedir de Popeye.
Gilberto permaneció seis meses más en Cómbita recluido en un patio para adultos mayores. Tenía 64 años. Popeye lo veía de lejos, sentado en una mecedora tomando el sol, triste, viejo y gordo. En julio de 2003 partió rumbo Estados Unidos. En marzo del 2005, su hermano Miguel corrió la misma suerte.
Popeye perdió la memoria de los muertos, los carros bomba, la destrucción que dejó sembró la guerra de los narcos. Pero los Rodríguez Orejuela pasaron de ser los enemigos temibles a ocupar un lugar en sus recuerdos como un par de hombres derrotados que esperaban la tarde para beber su chocolate caliente y la noche para recibir visitas de las modelos más bonitas de Colombia.