Hace un año y medio, exactamente, estaba dictando una clase a los de primer semestre: “habilidades comunicativas”. La actividad de esa sesión consistía en que debían dar un paso adelante con sus trabajos para hablar sobre qué análisis le daban a la canción que más había marcado la historia de sus vidas. Una de mis alumnas pasó a exponer muy decidida y de un momento a otro empezó a tener un ataque: le salía sangre por la boca y la nariz, y empezó a temblar, mientras sus manos y lengua se iban doblando. Yo empecé a gritar y los que estaban en el salón me ayudaron a cargarla hasta la portería de la institución.
Llamamos inmediatamente varias veces a una ambulancia para que nos llevara rápidamente a un centro de salud cercano, pero nadie daba respuesta. Yo la miraba y sentía cómo mi vida se iba al lado de la de ella, además de impotencia al ver la indiferencia de las personas que pasaban al lado mirando con morbo lo que sucedía, sin darnos una mano. Una hora después, llegó la ambulancia, yo firmé y me hice responsable de ella y de lo que fuera a pasar durante el trayecto. En medio del tráfico y mucha tensión, solo éramos ella y yo por toda la ciudad, además de dos compañeritos de clase que decidieron cargar sus cosas y seguirnos en un taxi. Llegamos al centro de salud y la veían convulsionar, aun así la dejaron en la sala de espera. Yo la arropaba en la camilla y le decía que esperara un poquito más, que no apagara sus ojos y que resistiera. Ella entre lágrimas y gestos me pedía que no la dejara.
También me pasó algo muy curioso con Andrés Felipe, un angelito muy inteligente. Lo recuerdo hablando sobre sus gustos musicales, con sus uñas pintadas de negro y sus comentarios desparpajados. Un miércoles, en la mañana, se me acercó el grupo de amigos más cercano a él a expresarme que no sabía nada de él desde hace días. Horas más tarde, me llegó un mensaje de su mamá contándome que él había fallecido al ser arrollado por un SITP. El caso de él, al igual que de muchos colombianos, quedó en la impunidad, ya que su familia no contaba con un abogado que la pudiera asesorar con el caso. Finalmente, la empresa no respondió por los daños causados.
Como docente, sentí el dolor en carne propia. Esta generación está creciendo en ambientes muy difíciles: si no tienes para pagar una medicina prepagada no te atienden, si no tienes para pagar un abogado nadie te escucha, etcétera. Mi país es tan individualista que cataloga como vándalos a todos aquellos que pagan tres o hasta cuatro veces más un crédito estudiantil y trata de adversarios a todos aquellos que ven a sus padres ganar un mínimo por múltiples horas de trabajo. Esta es una sociedad donde los especialistas deben abandonar su país para empezar de cero, porque lo invertido no se ve reflejado en oportunidades.
Ante este panorama, yo me pregunto: ¿cómo los podemos juzgar si ellos ya despertaron y son una generación políticamente ilustrada?, ¿cómo los podemos juzgar si para ellos el virus es menos letal que la cotidianidad que les impuso el Estado? No apoyo el vandalismo de los desadaptados que están manchando la imagen de los que, como Lucas (un joven asesinado en las manifestaciones, al realizar actos pacíficos), defienden a su país.
Yo me quedo con los rostros de mis alumnos, de sus esfuerzos para pagar el semestre, de los recorridos tan largos que deben dar para cumplir en el trabajo y con las tareas universitarias y del hogar. Yo me quedo con mis valientes, que siempre han dado la lucha desde los salones de clase, tratando de salir adelante, aunque la corrupción sea un verdadero virus que no deja avanzar, pero que, aun así, no les mata la fe. En los medios se habla de pérdidas económicas millonarias, pero quién habla de todas las muertes que han quedado impunes en la historia del país y quién habla de los corazones de las madres que hoy no tienen a sus hijos en casa por culpa de las decisiones de otros.
Como dice una de mis canciones preferidas, Latinoamérica de Calle 13, no pueden quitarnos el viento, el sol y el aire, podrán robarnos el dinero, pero no la fuerza, aquí se respira lucha.
Una pequeña nota al pie para mis colegas periodistas y docentes: para ejercer esos dos tan importantes cargos deben tener corazón, no solo conocimientos.