El sargento Heriberto Aranguren toma mi mano, se la lleva a su cabeza y hurga su cráneo con mis dedos. Siento una cicatriz y luego un agujero. Allí reposan dos balas de AK47 desde el 5 de mayo de 2003. Eran las 11 a. m. cuando pelaba un bejuco con un cuchillo para hacerle un sombrero al gobernador de Antioquia Guillermo Gaviria Correa, con quien compartía cautiverio en un campamento del grupo guerrillero de las Farc cerca a Urrao, Antioquia. Con el cuchillo en la mano, Aranguren oyó un sonido y, asustado, alzó la mirada al cielo, como si se le hubiera aparecido un OVNI: la gran sombra negra de un helicóptero arriba del follaje. Vio, incluso, cómo se abría la puerta y descendía una soga, que quedó a cinco metros de altura del suelo empinado y fangoso del lugar.
‒Vaya pa’ la caleta a empacar ‒le gritó un guerrillero que estaba con él. El helicóptero, al ver que era difícil el descenso en esa zona, se retiró para aterrizar en un punto seguro, a veinte minutos de camino del campamento. A lo lejos, vio a Ricardo de Jesús Agudelo, alias ‘el paisa’, hablar y señalar a los guerrilleros con la mano. Aranguren pensó que estaba asignándoles a qué secuestrados debían vigilar durante el escape. Pero no. Con el primer disparo, Aranguren se metió de inmediato debajo de su cama, que había construido con palma de macana. Vio las botas de alias ‘el Pillo’, un guerrillero paisa que había sido sicario en Medellín. Le dio un tiro en la cabeza por encima de la cama, pero al ver que seguía vivo, disparó de nuevo. Aranguren sintió un golpe muy fuerte contra su cabeza, mucho calor y un pitido que a veces regresa cuando se recuesta en una cama. Se quedó inmóvil, pero consciente, y pudo oír cada uno de los disparos que les dieron a sus compañeros. Recuerda que el Gobernador de Antioquia gritó “¡muchachos, no nos maten!”.
‒¡Estoy herido, ayúdenme! ‒gritó Gilberto Echeverry Mejía, quien fue secuestrado junto al gobernador Gaviria el 21 de abril de 2002, durante una marcha que realizaban en Caicedo, zona rural de Antioquia, pocos meses después de ser nombrado gestor de paz del departamento. Los guerrilleros ya iban a más de diez metros de distancia del campamento, y entre el sonido de una cañada, alias ´’el Paisa’ oyó los gritos de Echeverry.
‒Regresen y verifiquen ‒ordenó alias ‘el paisa’. Aranguren oyó disparos otra vez, sintió de nuevo los pasos de alias “el pillo”, su verdugo, y la punta del cañón sobre su fosa poplítea, como se le conoce a esa cavidad detrás de la rodilla. Ese nuevo disparo subió por su pierna, destrozó el fémur por completo y salió a tres centímetros de la línea de su cintura. Y luego volvió el silencio en la selva, acompañado de un pitido similar al que ataca a los rumberos en sus camas después de una noche de fiesta. Allí, Aranguren pensaba en su hija y en lo tonto que había sido por no haberse hecho matar antes para evitar los cuatro años de secuestro. “¡Tanto tiempo para terminar fusilado!”, pensaba, sin saber todavía que estaba vivo después de dos tiros en la cabeza y uno en la pierna. Todavía no había pensado que las balas se habían deformado y perdido fuerza gracias a las duras tablas de palma macana de la cama donde se había ocultado.
Pero esas tablas no sólo lo salvaron de ser una víctima más del AK47, quizá el arma de fuego que más muertes ha causado en la historia, con más de cincuenta millones de unidades fabricadas en 18 países y capaz de alcanzar un blanco a 285 metros de distancia. Ese tipo de madera, famosa por su dureza, le ayudó a pasar sus días de cautiverio.
Un día, el guerrillero alias ‘Leonardo’ le dijo a Aranguren que escogiera tres regalos. Él pidió una Biblia, un radio y un ajedrez, un juego que nunca había practicado antes de su secuestro. Con el tiempo se volvió un jugador avezado, al punto de que en las noches ya no pensaba en el secuestro, sino que soñaba con jugadas que pondría en práctica al día siguiente. Un día, fue tal su obsesión que empezó a modelar un tronco de palma macana con un cuchillo. Una moneda le sirvió de guía para darle redondez a la pieza. Después de varios días de pulir y pulir, seccionó la vara en 32 partes y empezó a tallar peones, caballos, alfiles, torres, reyes y reinas. Hoy, vestido de corbata, recostado en la silla de su oficina en el Programa de Desmovilización del Ejército Nacional, calcula que fabricó cerca de 200 ajedreces. Es decir, cerca de 3200 peones, 800 caballos, alfiles y torres, y 400 reyes y reinas, en cuatro años de secuestro. De hecho, alias ‘el Paisa’ le dijo que le fabricara uno grande, con fichas de más de veinte centímetros de altura, para enseñarle a jugar a sus hombres.
Sin embargo, su pasión por el ajedrez en el cautiverio fue tardía. Los dos primeros años no tenía otra ocupación que pensar y pensar, levantarse a las 3 a. m. a hacer estiramientos, trotar en un solo punto y verle la cara a los tres soldados que compartían con él un cajón de madera en el Nudo de Paramillo, de tres metros de ancho por tres de largo y 1,7 de alto. Él conocía bien esa zona y la guerrilla no podía arriesgarse a que huyera y delatara la posición del campamento. Los cinco habían sido capturados el 22 de junio de 1999, cuando pertenecían a la Compañía Córdoba orgánica del Batallón De Infantería No.31 RIFLES, con sede en Caucasia, Antioquia.
Por esos días, la población de Juan José Córdoba era el centro de enfrentamientos entre las Farc y los paramilitares. Por eso, Aranguren fue enviado el domingo 20 de junio de 1999 a la zona en tres camiones particulares, al parecer de ganaderos. Llegaron a la media noche y caminaron entre pantanos y potreros hasta las cuatro de la tarde del día siguiente, cuando decidieron acampar a las afueras del pueblo, obligados por la lluvia. Esa noche, Aranguren no durmió y todos los hombres estaban agotados. Al día siguiente, el martes 22 de junio, recibió la noticia de que iban a regresar a la base militar. Improvisaron un helipuerto en el campamento y Aranguren se subió junto a 24 hombres a un helicóptero ruso para el transporte de personal de una empresa petrolera de Caucasia. Sin embargo, el vuelo sólo duró cinco minutos. Pasó de una orilla a otra el río San Jorge, desembarcaron en un potrero y el helicóptero alzó vuelo de nuevo. Y fue atacado.
Aranguren se lanzó al suelo, pero el helicóptero no podía apoyarlos porque no tenía armamento. Eran las 11.20 a. m. Mientras Aranguren creía que iba a regresar a la base, los mandos militares en Montería habían dado la orden de seguir en la búsqueda de los guerrilleros. Vio caer a varios de sus hombres. Al que más recuerda lo mataron de un tiro en los testículos. Todo olía a pasto, pólvora y sangre. Un avión de combate llegó a apoyarlos, y la guerrilla se ensañó más contra ellos. Les disparaban con morteros de 60mm, granadas de fusil y de mano. De los 24 soldados que pasaron el río, sólo sobrevivieron cuatro. Muchos se suicidaron durante el combate. Aranguren confiesa que él mismo se puso el cañón en la boca, pero no fue capaz de jalar el gatillo. En cambio, se arrastró trescientos metros para huir, pero veía guerrilleros por todos lados. Pensó en hacerse el muerto, un guerrillero lo vio, los tiros estuvieron cerca de darle en la cabeza, las esquirlas le golpearon en la cabeza.
‒¡Auxilio! ‒gritó Aranguren.
‒¿Quién es usted?
‒Un soldado.
‒Párese, o contamos hasta tres y empezamos a disparar ‒dijo el guerrillero. Aranguren se empezó a levantar con los ojos cerrados para no ver la bala que creía que lo iba a matar. Le ordenaron que caminara con las manos arriba hasta la cerca sin hacer movimientos bruscos.
‒Tiéndase boca abajo ‒dijo el guerrillero cuando Aranguren llegó a su lado.
‒No me vaya a matar, soy un combatiente, no tengo armas.
‒No lo vamos a matar, lo vamos a requisar ‒y pasaron las manos por su cuerpo, primero boca abajo y luego boca arriba. Él notó que ellos también estaban nerviosos.
‒Él es un paramilitar de Puerto Libertador ‒dijo un guerrillero.
‒¡Yo no soy ningún paraco!, soy el sargento Heriberto Aranguren ‒dijo, y los insurgentes empezaron a llamar por radio para consultar qué debían a hacer.
‒Camine a ver por acá.
‒Si me van a matar háganlo aquí, no por allá donde no me encuentren.
‒No lo vamos a matar, desde hoy usted es prisionero de guerra.
A los tres meses de estar secuestrado, Aranguren empezó a sentir dolores de cabeza. Un enfermero lo sacó de la caja de madera para examinarlo.
‒Discúlpeme, Aranguren, pero ¿usted se masturba?
‒No no, yo no me masturbo ‒le respondió al enfermero.
‒Pues le va a tocar hacerlo, porque se le están subiendo los jugos a la cabeza ‒le dijo el enfermero. Aranguren recuerda la anécdota con humor.
‒Entonces, cuando mataban una vaca o un saíno, yo ahí mismo celebraba ‒dice Aranguren, sonriente y haciendo el gesto de escupirse la mano‒, porque como uno tenía que salir corriendo a toda hora, tenía que tener fuerzas, entonces uno se masturbaba sólo los días en que había buena comida porque sabía que iba a tener energía.
A veces, en las noches, Aranguren recuerda que se excitaba al oír a lo lejos la voz de las guerrilleras. Pero nunca pasó nada con ellas. Hubo dos que se le insinuaron, pero él prefirió no arriesgarse. Un guerrillero, incluso, le ofreció a su novia. Él le había pedido consejo sobre cómo satisfacerla, y Aranguren recuerda con risas las caras del guerrillero cuando llegaron al tema del sexo oral.
‒Aranguren, vea, yo no pude hacerle nada a mi novia, y ella me dijo que quería meterse ahí al cajón con usted para que le enseñara ‒le dijo el guerrillero. La respuesta, de nuevo, fue negativa.
‒A mí el secuestro me sirvió para volverme mejor amante. Antes, uno llegaba con una vieja a un motel y era ahí rapidito, “a lo que vinimos”, como uno dice. Ahora, en cambio, me tomo mi tiempo, les doy un masaje. Todavía me acuerdo de la primera mujer con que estuve después del secuestro. Fue al mes de recuperar la libertad. Eso sí, yo le advertí: “mamita, con la luz apagada, porque yo empelota soy muy feo” ‒dice y se ríe. En su cuerpo tiene siete cicatrices de guerra.
‒Disculpe mi cabo ‒le dice a un compañero que está en la oficina. Aranguren se saca la camisa del pantalón y se lo quita. En calzoncillos, me muestra la cicatriz del tiro del AK47 que le destrozó el fémur‒. Yo soy muy orgulloso de mis cicatrices.
El 9 de febrero de 2001, el día del Acuerdo de Los Pozos, que desatascaba el proceso de paz entre el Gobierno Pastrana y las Farc, los tres soldados que acompañaban a Aranguren en el cajón fueron liberados. Él, por ser sargento, debía seguir en cautiverio. De allí fue conducido al municipio de Urrao, Antioquia, donde lo unieron al grupo de secuestrados donde estaba el Gobernador de Antioquia y Gilberto Echeverry. Esos fueron tiempos mejores. Ya no tenía que estar en el cajón y podían hacer más actividades. A las 5 a. m., Echeverry y Guillermo Gaviria oían el programa de radio Cómo amaneció Medellín. De 9 a. m. a 10 a. m., el Gobernador dictaba clase de inglés. Luego, hacían ejercicios, trotaban sobre un mismo punto y se bañaban en un río. A las 12 p. m. almorzaban y en la tarde jugaban voleibol, ajedrez y oían radio. Y peleaban.
‒Lo más duro del cautiverio fue la convivencia, porque todos queríamos hacer valer allá nuestra jerarquía militar ‒recuerda Aranguren. Gilberto Echeverry cuidaba que la convivencia fuera más llevadera. Tuvo que ponerle reglas, por ejemplo, al volumen de los radios. Todos oían sus receptores a la máxima intensidad y nadie podía oír nada. Pero muchas cosas se le salían de las manos. Un día, un soldado le pegó a otro con un tronco de palma macana en la cabeza porque le había dicho que el programa que oía era para locos.
‒Ese muchacho tenía problemas mentales de verdad, pobrecito, que en paz descanse ‒recuerda Aranguren. En otra ocasión, él mismo peleó con un teniente por el tema de la letrina, o chosno, como le decían en la selva. Cada tres días, se turnaban para abrir el hueco donde iban a hacer sus necesidades, pero ese teniente decía que a él no le correspondía por su jerarquía militar.
‒Cuando a mí me toque abrir el hueco, usted no va a cagar en él ‒le dijo Aranguren, quien recuerda que los guerrilleros se ponían felices cuando los veían enfrentarse.
‒¡A ver, vengan y dense golpes acá al frente de todos! A mí no me importa que se maten entre ustedes. ‒les decía alias ‘el Paisa’. Aranguren recuerda que él aprovechaba esos momentos para decirle a sus compañeros que se calmaran para no darle gusto al enemigo.
Otra cosa difícil del cautiverio fue la comida. Muchas veces comían arroz o plátano solo, y se ponían felices cuando veían a un ratón en el campamento. Lo mataban con un garrote, le sacaban las vísceras, le arrancaban la piel y se lo entregaban a un guerrillero para que se los fritara.
‒Los guerrilleros siempre se le comían un pernil al ratón, pero no nos importaba. De comer arroz o plátano solo, comíamos plátano con ratón ‒recuerda‒. El saíno, el marrano de monte, era delicioso, y el venado. A veces oíamos a los perros de los guerrilleros correr y ladrar a las afueras del campamento y decíamos “un venado”. Y el perro regresaba con él en la boca, ya todo masticado. Siempre nos comíamos los sobrados de esos perros.
En una ocasión, Aranguren empezó a oír disparos. Una manada de monos machín pasó de rama en rama por encima del campamento y los guerrilleros los cazaron. Mataron a quince.
‒Fue lo más feo que comí en la selva. Hicieron un caldo de mico y eso sabía muy horrible. Pero lo peor fue una cosa que me dieron un día, un caldito que yo pensé que era café con leche, pero no: era caldo de cabeza de mono. En una olla echaron las quince cabezas durante días, hasta que el hueso se deshizo. Yo me tomé eso y empecé a sudar. El olor a mico salía por mi piel, y desde eso no se me volvieron a acercar los mosquitos. Dicen que ese es el mejor remedio para el paludismo ‒cuenta Aranguren. Me cuenta esa historia en un hoyo del campo del golf de la Escuela Militar de Cadetes José María Córdoba. Esa historia, en ese escenario, suena más extraordinaria aún. A lo lejos, vemos a un pájaro acostado por completo en el green. Aletea y no levanta vuelo. Cuando nos acercamos para ver qué le pasa, vuela unos metros y cae en el lago del campo y aletea hasta llegar a la otra orilla. Se salvó, como Aranguren debajo de esa cama.
Cuando estuvo seguro de que los guerrilleros se habían ido, abrió los ojos, y a la derecha, a la altura de su cabeza, vio su pierna derecha. Pensó que el balazo se la había cortado. La tomó, la jaló, y sintió que todavía estaba pegado a su cuerpo. Entonces la tiró hacia atrás, giró su cuerpo y se arrastró por fuera de la cama con la ayuda de su pierna izquierda. Llegó hasta un frasco donde tenía agua, sentía mucha sed, pero sólo se mojó los labios, porque sabía que podía darle un infarto si bebía algún líquido. Oyó a los soldados hablar por megáfonos desde los helicópteros. En esa posición fue hallado por el Ejército. Lo subieron a una tabla y cuarenta minutos después alcanzaron el sitio donde los esperaba el helicóptero. Con él, también se salvó el suboficial de Infantería de Marina Agenor Viellard Hernández y el sargento viceprimero Pedro José Guarnizo Ovalle.
La vida empezó a tomar de nuevo su rumbo. Horas después de llegar a Medellín, reconoció la voz de Álvaro Uribe en el corredor de un hospital.
‒¿Cómo se siente, mi sargento? ‒le preguntó el Presidente.
‒Bien, mi Presidente, muchas gracias, señor Presidente.
‒¿Cuánto llevaba allá?
‒Cuatro años. Cuando sentimos los helicópteros nos recogieron en la casa que nos tenían y la orden era que si la tropa descargaba, nos mataban.
‒¿Y a sangre fría los mató? ¿La tropa disparó?
‒Ellos mataron a mis compañeros y salieron corriendo ‒respondió Aranguren. Tres días después, le llevaron a la cama del hospital el plato de comida con que había soñado en la selva: pizza hawaiana con malteada de fresa. Sin embargo, por la anestesia, no sintió el sabor. Los médicos decidieron no sacarle las balas de la cabeza porque corrían el riesgo de que perdiera la visión. Sin embargo, por los impactos perdió 60% de su capacidad auditiva. Por eso habla muy fuerte, para poderse oír, y no para de hablar. Por otro lado, su pierna derecha mide dos centímetros menos que la izquierda.
‒Cuando salí del secuestro me dediqué a dar conferencias en colegios y en todo lado. No paro de hablar y de contar mi experiencia ‒dice. Incluso, en un viaje que hizo a Europa, terminó de escribir un libro con su experiencia. Quiere publicarlo, quiere que lo trasladen a Ibagué, donde se casó hace tres meses con una mujer que espera un hijo suyo. Allá tiene una casa que compró con un subsidio que le dio el Presidente Uribe por cuarenta millones de pesos. También quisiera empezar a estudiar Derecho. En la actualidad, trabaja en el Programa de Desmovilización del Ejército, donde habla con exguerrilleros y los convence para que den su testimonio en la emisora de las Fuerzas Armadas. Dice que nunca ha sentido rabia contra ellos gracias a un libro que le regaló la exministra de Defensa Martha Lucía Ramírez, El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl, un psiquiatra judío que fue prisionero en varios campos de concentración nazis.
‒Al leer ese libro me di cuenta de que lo que yo viví fue una tontería. Mi parte favorita es cuando el protagonista visita a un amigo que también estuvo en los campos de concentración, y está muy enfermo. Él le pregunta “¿y ya perdonaste a los nazis?”, y él dice que no, y entonces le responde “entonces, amigo mío, todavía estás prisionero”.
*El periodista Simón Posada autoriza a Las 2 Orillas, el uso de las fotos y la publicación completa de este trabajo periodístico