Me decía un amigo de 78 años que en sus mejores años había más metros cuadrados que cosas. Ahora, en cambio, en pleno 2017 tenemos más cosas que metros cuadrados. Según él, antes podías recorrer un pasillo de 20 metros sin tropezar con un solo mueble. Ahora no puedes dar dos pasos sin estrellarte contra una cinta para correr, una silla o un gato.
Muchas personas estarían dispuestas a cambiar las cosas por metros cuadrados; el problema es que la mayoría de esos trastes solo tienen un valor sentimental, que no cotiza ni en el mercado de las pulgas. Algún día sabré para qué sirven las 8 maletas de viaje con las que una mujer de 30 años viaja a Europa, los papeles y carpetas que conservamos absurdamente debajo de una cama o el desktop que compramos hace 15 años en Unilago por si acaso (¿por si acaso qué?).
Bien, ahora ya lo entendemos, eran los metros cuadrados. No hay cosa mejor que 200 o 300 metros cuadrados juntos, sin más objetos que un Bose SoundLink portable tirado en el piso, un buen cuadro en la pared y una armario en el comedor. Construir aptos pequeños por sistema es como escribir frases cortas por obligación. Las frases cortas funcionan perfectamente como cuarto de chécheres.
Sin embargo, para poder vivir dignamente, para poder respirar, para estar bien, nada como una casa de ocho o nueve habitaciones, cinco exteriores y tres interiores, además de una buena cocina, baños y los cuartos de lavado. Ahora, dada la escasez de metros cuadrados y la abundancia de trastes, han aparecido nuevas empresas con nuevos negocios, el de los trasteros que guardan toda esa basura doméstica.
No entiendo cómo hemos podido vender el alma (o los metros cuadrados) a cambio de cosas que solo brillaban, de mesas y espejos con los que no sabemos qué hacer. Deberíamos regresar a la frase larga, a la oración compuesta, al pasillo de 20 metros de largo. A la conciencia. Cómo envidio a esos que viven en el campo y son felices.