Definitivamente Colombia es un país suigéneris: la forma de hacer una fortuna familiar se aparta de las normas convencionales y tiene mucho que ver con la debilidad del Estado colombiano, con el poder de una política sin escrúpulos y con la existencia de una estratificación social que lleva a que unos cuantos, con influencias, se sientan por encima de las reglas de la sociedad.
Una primera forma de amasar fortunas es la de fundar una universidad privada, como es el caso de la San Martin, y convertirla en negocio familiar. Durante décadas, desde los años 80, la familia Alvear viene montando uno de los negocios mas exitosos de Colombia, hasta el punto de que han globalizado sus inversiones y han llegado a Aruba y a otros países. Como lo ha anunciado la ministra de Educación, Gina Parody, quien está actuando para salvar a los 18.000 estudiantes perjudicados, varias universidades y centros de educación de este nivel, están en capilla por las mismas razones.
Una segunda forma de enriquecer una familia es tener palancas con el alto gobierno y conseguir, a dedo, unas cifras alarmantes de recursos por medio de contratos. Siempre se encontrará a los políticos vinculados, de alguna manera, a estos contratos porque la influencia del político, cuando está cerca del gobierno respectivo, es muy grande. Y lo peor es que, en la mayoría de las veces, estos dineros públicos, que provienen de los bolsillos de los colombianos a través de impuestos, estaban destinados a los más pobres y a las víctimas de este conflicto armado. Ningún 'curso', ningún 'entrenamiento' justifica esta reorientación de fondos públicos, cuando las necesidades reales de pobres y víctimas son otras y no se logra atenderlas completamente, precisamente porque los recursos son escasos.
Con seguridad, hay muchos más caminos creativos que estos dos que están actualmente en la mira. Por ello, es fundamental entender dónde está el problema. Sin duda, se trata de un Estado cooptado, en estos casos, por la clase política; en otros, lo que sucede es que el Estado no asume las responsabilidades que le ordena la Constitución. No vela por el cumplimiento de los derechos en situaciones donde, sin duda, la perjudicada es la educación, que a su vez, se considera un derecho fundamental.
Con respecto al primer tema, no existe un problema serio en Colombia que, en el fondo, no esté vinculado a esa forma de ejercer la política, donde la separación entre lo público y lo privado cada vez se diluye más. La pregunta que muchos pueden hacerse es ¿cómo se pueden violar normas claramente establecidas para asignar, a dedo, montos tan grandes de recursos del erario público y que no les pase nada a quienes, desde el Estado, conceden estos privilegios ni tampoco a quienes reciben estos beneficios desproporcionados?
Mientras estos focos de corrupción —porque ese el verdadero nombre de estos peculiares 'arreglos' que enriquecen familias—, no se extirpen y el Estado no asuma la transparencia y no se ajuste a las normas vigentes, no habrá recursos que alcancen ni se lograra lo que el presidente Santos ha puesto como uno de los pilares de su segundo mandato, la equidad. El trabajo, la eficiencia y el ajuste a las normas son la única vía para enriquecerse de manera legal y legítima. A esa posición social no se puede seguir llegando por fallas del control estatal ni por privilegios.
Que a Colombia no le pase con la falta de transparencia lo que le ha sucedido con la violencia: para protegerse, según algunos, no se inmuta ante la sangre que se derrama. Más escándalos no deben causar indiferencia sino revivir el control social.
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